O acerca de políticos de mercado, de jugar a las visitas, y de pizzerías. Pero primero algunas invocaciones. Primera: La hierba de los caminos la pisan los caminantes, y a la mujer del obrero la pisan cuatro tunantes, de esos que tienen dinero. Qué culpa tiene el tomate, que está tranquilo en la mata y viene un hijo de puta y lo mete en una lata, y lo manda pa’ Caracas. Los señores de la mina han comprado una romana para pesar el dinero que toditas las semanas le roban al pobre obrero. Cuándo querrá el Dios del cielo que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda. Así dice una legendaria canción de los republicanos españoles de izquierda; y le agregaban, con la cabeza de Franco haremos un gran balón, para que jueguen los niños de Castilla y Aragón. Segunda: La pizza, como todos los comeres y beberes, es de origen anónimo, creación colectiva, casi siempre femenina e hija de la pobreza (sí hay platos, recetas y escabios con inventores conocidos, pero eso es de la cocina profesional, a su vez con orígenes cortesanos y después burgueses, fundada siempre en yantares de los pueblos). Tercera: la palabra pelotudo(s) no es sinónimo de boludo, según una interpretación que formula una gran escritora argentina quien, de tanta confianza, siempre me pide le reserve el anonimato en mis citas pedestres, y de la cual se desprende lo siguiente. Un boludo (a), es eso, un boludo (a), es decir alguien tonto (a) en sus diversas graduaciones y posibilidades. En cambio, un pelotudo (a) es un (a) solemne, una persona que dice o hace boludeces con la más profunda convicción de que dice o hace asuntos o proposiciones de gran importancia.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / ¿En qué casillero clasificatorio alojamos a los comunicadores que trabajan para el presidente Maricio Macri, afanados hasta el hartazgo en la idea de presentar encuentros del mandamás de Cambiemos con simples mortales como si fueran ciertos, y no inventos de la producción, armados y cuando no trucados? ¿Son boludos o boludas? Estoy seguro que no. ¿Son pelotudos o pelotudas? Sí. Y he aquí el dilema: la pelotudez es ontológica y por consiguiente dialéctica, aunque sea siempre paradojal, y entonces puede encerrar en su ontología una diversidad de atributos, claro está que las mas más de las veces antagónicos o contradictorios entre sí; al punto tal que la eficacia del pelotudismo es un dato de la cruel realidad, sobre todo en sociedades como la nuestra en la que por acción del fluido perverso del aparato mediático, eso, la pelotudez, se ha convertido en epidemia (¡Durán Barba, compadre…que le dicen!)
Puede uno burlarse entonces de la rutilante aparición de Macri con su hijita/víctima (porque se las encargo eso de apenas tener un puñadito de años y ya sufrir la paternidad del jefe de esta derecha lumpen criolla) en la pizzería de los jóvenes emprendedores de Escobar –dicho sea de paso qué palabra de mierda esa “emprendedores, ¿no?-, pero lo cierto es que el conglomerado de consultores y encuestadoras, más o menos coinciden en que un tercio de los argentinos y argentinas que votamos está dispuesto a seguir acompañando al pater impródigo de la pobreza y la humillación opresora de la grandes mayorías.
Es decir. La pelotudez funciona, alimenta pelotudos y pelotudas, aunque nos sequemos garganta y lacrimales a la hora de contar que fue todo armado, que la parejita de emprendedores fueron quienes llamaron a la Rosada y forman parte de las simpatías de Cambiemos, y que ellos mismos seguro están orgullosos de ser lo que son, pensar tal cual piensan. Y por supuesto que tienen derecho a ello, el más absoluto de los derechos, como así también de invitar a morfar al presidente y a toda su familia, y a ser parte de una trama publicitaria.
De la misma forma que cualquiera es titular de un derecho equivalente: el de exigirle al plexo de pelotudez militante un mínimo de honestidad intelectual, que no apelen a engañifas y truques como artes mal habidas…¿O será que uno peca de ingenuidad; en definitiva, que uno es un boludo?
Pero no importa. Aunque quizás boludos, nos quedamos con la historia de la pizza, la que con ancestros en la torta casi ácima de la China llamada “prinz” o cosa parecida –medio que se puede estar hasta la gorra con aquello de que los chinos inventaron todo -, nació en Italia: dicen los pocos que por fines del XVIII y principios del XIX cuando un cocinero del Norte no tenía nada de nada para ofrecerle a la tal princesa Margarita, cuasi teutona ella, y sobre un hogaza de pan desparramó salsa de tomate y queso, y al horno; pero otros, sabios, recuerdan que esas imágenes más de estampita que de memoria histórica, surgieron de la tradición campesina del Sur, del alimento pobre de los labriegos pobres, sobre todo de la campiña napolitana, y con fecha incierta. Y finalmente llegó a nuestras tierras; entro por La Boca del Riachuelo, entre tanos panaderos que se las ingeniaron para darle cuerpo de masa y espíritu de oréganos frescos a esa variad que es única y se la conoce como pizza a la argentina, a la porteña, por su nacimiento entre las nieblas de los puertos; casi un tango con servilletas de lino y bordadas entre filos amorosos.
En fin. ¡Qué culpa tiene la pizza que nació redonda en Italia y unos pelotudos argentinos quieren hacerla de derecha!
(*) Doctor en Comunicación por la UNLP, periodista, escritor. Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Profesor titular de Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la Maestría Criminología y Medios de Comunicación. Director de AgePeBa.