Carlos Ciappina, doctor en Comunicación por la UNLP, académico y emblemático docente de nuestra Facultad, es también columnista (in) voluntario – porque nunca lo consultamos sino que salimos al rastreo de sus texto en sitios y redes sociales -, publicó este lunes un nota notable, pues no todo lo que es nota o se anota es notable. “Los decires…” siempre los son. El texto robado lleva por título “Fuerzas Armadas y ‘seguridad interior’: una historia siniestra”.
Por Carlos Ciappina (*) / El presidente de la república, Mauricio Macri, ha anunciado una “reforma de las Fuerzas Armadas” que les permitirá participar de actividades de lucha contra el “narcotráfico y el terrorismo”. Además de la perversión de la finalidad específica de las Fuerzas Armadas –la lucha contra una agresión militar externa– y con las previsibles consecuencias que estamos presenciando en Colombia y México –donde estas participan de la “seguridad interior”–, no podemos dejar de reseñar su rol a lo largo de nuestra historia como nación. La historia nacional debería ser suficiente aliciente para que el poder político, y sobre todo la ciudadanía en su gran mayoría, pudiera dimensionar los riesgos que un paso como el que propone el presidente entraña para todas y todos nosotros.
Aclaremos de entrada –algo no menor– que nos referiremos a las Fuerzas Armadas profesionales, ya que los ejércitos libertadores y los que lucharon en las guerras civiles interiores tenían las características de fuerzas populares y/o, en el peor de los casos –por ejemplo, en la Guerra contra el Paraguay–, de leva masiva, pero no de carácter profesional.
La profesionalización de las Fuerzas Armadas se hará en nuestro país a partir de fines del siglo XIX y tomando el formato, la modalidad de entrenamiento y mucho de la ideología del Ejército prusiano. Esa era la situación al menos hasta fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando emerge el formato norteamericano como modelo militar a seguir.
La apelación presidencial a la “seguridad interior” nos lleva a preguntarnos, obviamente, si los aportes de las Fuerzas Armadas han sido en este sentido relevantes, han garantizado la libertad y la seguridad de la ciudadanía y, en definitiva, si pueden ser llamadas a cumplir un rol positivo a la vida democrática.
No es sólo una cuestión de posicionamiento legal –que es muy importante, claro–, sino de experiencia histórica, o sea, lo realmente sucedido en nuestro país cada vez que las Fuerzas Armadas han dirigido su accionar hacia los conflictos internos.
¿Cuáles han sido los aportes de las Fuerzas Armadas profesionales a la “seguridad interior”? Un brevísimo racconto histórico nos parece imprescindible.
La conquista del “desierto”: 6.000 soldados comandados por el general Julio A. Roca partieron en 1879 hacia lo que la élite terrateniente argentina llamaba “el desierto”, los territorios que van desde las actuales provincias de La Pampa hasta el extremo sur de la Patagonia. Habitaban en ella –y habitan aún hoy– pueblos indígenas mapuches, ranqueles y tehuelches. El objetivo de la “Campaña al desierto” era, ostensiblemente, extender los límites del Estado argentino –mientras el Estado chileno hacía otro tanto al otro lado de la cordillera– y garantizar la seguridad –léase “la posesión”– sobre las tierras que se dedicarían a la ganadería y la agricultura.
La Campaña se extendió entre 1879 y 1885 y sus resultados constituyeron un nuevo genocidio –moderno esta vez– sobre las poblaciones autóctonas. Según la comisión científica que llevó el propio Ejército argentino, la Campaña significó la muerte para 14.000 indígenas. El propio Julio A. Roca informó, además, de la “captura” de 10.539 mujeres y niños y 2.320 guerreros, los cuales fueron destinados a los trabajos en las cosechas de uva y caña de azúcar.
Para poder organizar tal número de prisioneros fueron preparados los primeros “campos de concentración” en la Argentina: en Valcheta (Río Chiquito), en Chichinales, en Rincón del Medio y en Malargüe. Allí las condiciones de vida eran espantosas y no pocos “prisioneros” –entre comillas, pues no eran guerreros, sino la población autóctona del territorio– fallecieron de hambre, enfermedades y tristeza.
Tres mil “prisioneros” –mayormente mujeres y niños– fueron enviados a Buenos Aires y separados por sexo, para que no procrearan seres “inferiores”, en la lógica socialdarwinista de la época. Fueron obligados a desfilar por Buenos Aires, luego enviados a la isla Martín García y finalmente subastados y entregados a las familias patricias para trabajar como empleadas/os de trabajo esclavo doméstico.
La Semana Trágica (1919). La militarización de la ciudad de Buenos Aires. En 1919 acababa de finalizar la Primera Guerra Mundial y la Argentina tenía sus primeras industrias como modo de autoabastecerse durante el conflicto. El año en que la revolución soviética se comienza a estabilizar y se expanden huelgas revolucionarias en Italia y Alemania.
En los Talleres de Vasena –plena Capital Federal– las condiciones laborales son pésimas: turnos de más de doce horas, salarios de hambre y ninguna protección laboral ni médica. Los obreros paran en reclamo de mejoras salariales y son apoyados por la FORA –de orientación anarquista–. La patronal se niega a negociar, contrata rompehuelgas y la huelga se extiende en el tiempo. Se enfrentan obreros y trabajadores rompehuelgas, comienzan a accionar grupos armados parapoliciales alentados por la derecha. El gobierno radical le ordena al Gral. Dellepiane militarizar la Capital y terminar con el conflicto. El resultado: 800 obreros muertos y 3.000 heridos.
La Patagonia Rebelde. Comenzaba la década de 1920 y los obreros y peones de la Patagonia –argentinos, chilenos, alemanes, españoles, italianos– reclamaban mejores condiciones laborales en las grandes estancias, la mayoría de ellas en manos de ingleses y argentinos, luego de la ocupación que siguió al finalizar la Conquista del desierto. Los obreros y peones, entre los que había algunos anarquistas, reclamaban jornadas menos extensas, descanso dominical y elementos tan mínimos como paquetes de velas para iluminarse en las frías noches patagónicas.
El gobierno nacional –presionado por la Sociedad Rural, la embajada británica y los temores a la “expansión del comunismo” de la élite terrateniente– envió las tropas del Ejército argentino a la zona del conflicto obrero. ¿El resultado? Mil quinientos obreros y peones asesinados entre fusilamientos y persecuciones desde “el lado argentino” y el lado chileno de los Andes. El mayor crimen en masa de trabajadores hasta la dictadura genocida de 1976.
Golpe Fascista de 1930. El golpe dado por el general profascista Félix de Uriburu inauguró los golpes militares del siglo XX. La Corte Suprema de Justicia de la Nación lo avaló –y a partir de allí todos los golpes de Estado– y las fuerzas represivas se desplegaron contra anarquistas, socialistas y aun contra los radicales yirigoyenistas.
Uriburu le aplicó a la movilización obrera la política que las Fuerzas Armadas habían desplegado en los Talleres Vasena y en la Patagonia: fusiló clandestinamente –o tras parodias de juicio sumarísimo– a los militantes del anarquismo “expropiador”, entre ellos a Severino Di Giovanni, Gregorio Galeano, José Gatti, Joaquín Penina, Paulino Scarfó y Jorge Tamayo Gavilán.
Bombardeos de Plaza de Mayo. El 16 de junio de 1955, las fuerzas de la Aviación Naval y el Ejército desplegaron una acción terrorista contra su propio pueblo: intentaron llevar a cabo un golpe de Estado y asesinar al presidente constitucional Juan Domingo Perón. Los aviones se propusieron bombardear la Plaza de Mayo, el Ministerio de Defensa, la Casa de Gobierno y el edificio de la CGT. Todo ocurrió a plena luz del día y un avión tras otro bombardeó una Plaza de Mayo colmada de civiles. ¿El resultado? Al menos 308 asesinados –hombres, mujeres y niños que pasaban por la Plaza de Mayo. Hay un número de personas que no pudieron ser identificadas– y más de 800 heridos. Es todavía hoy el mayor atentado terrorista de la historia argentina y fue llevado a cabo por las Fuerzas Armadas nacionales.
La revolución “Libertadora” y los fusilamientos. El 9 de junio de 1956, el general Juan José Valle y otros militares y civiles cumplieron con el mandato constitucional de levantarse contra una dictadura –autodenominada Revolución Libertadora– para llamar luego a elecciones. El levantamiento fue reprimido por fuerzas policiales y militares y rápidamente controlado esa misma noche, y la dictadura dispuso castigar severamente a los rebeldes mediante el fusilamiento del propio general Valle y quince militares sublevados, así como el fusilamiento clandestino de dieciocho civiles en las localidades bonaerenses de Lanús y José León Suárez, que permanecieron desconocidos hasta que el periodista Rodolfo Walsh descubrió e investigó los que se habían producido en León Suárez, publicando su investigación en 1957 a través de un histórico relato novelado titulado Operación masacre. Fueron 31 los civiles y militares asesinados.
Masacre de Trelew. Veinte jóvenes de las organizaciones armadas ERP y Montoneros que luchaban en ese momento contra la dictadura militar iniciada por el general Onganía y continuada por Lanusse –o sea, cumplían con la manda constitucional de luchar contra un gobierno despótico– fueron ametrallados mientras estaban detenidos en el penal de Trelew. Los perpetradores de la masacre fueron suboficiales de la Armada Argentina que estaban encargados precisamente de su custodia. De los veinte, fallecieron dieciséis y cuatro quedaron heridos.
Operativo Independencia. El Decreto N° 261/75 emitido por el gobierno de Estela Martínez de Perón habilitaba a la Fuerza Aérea Argentina y al Ejército Argentino a “neutralizar y/o aniquilar” lo que el propio decreto nombraba como “elementos subversivos”. A partir de febrero de 1975, se organizó el “Operativo Independencia” en Tucumán. El Ejército se desplegó al interior rural de Tucumán y se dedicó a perseguir a las fuerzas de la guerrilla –mayormente del ERP– y a todos aquellos que consideraban que tenían alguna “simpatía” con el “comunismo”: líderes religiosos, profesores, materas/os, miembros de partidos políticos.
El Operativo, en donde la disparidad de fuerzas era abrumadora a favor de las fuerzas legales –con mandato constitucional–, lejos de adscribir a la garantía de los derechos constitucionales en un gobierno democrático derivó en laboratorio de las modalidades de la represión ilegal que sería la norma en la dictadura cívico-militar de 1976-1983. Ocasionó 300 muertos y 1.500 desaparecidos.
La dictadura genocida. El 24 de marzo de 1976, las tres Fuerzas Armadas tomaron el “control operativo de la Nación”. Esto es, transformar la totalidad de la nación en un enorme campo de operaciones “de guerra”. Prohibidas todas las instancias democráticas en el territorio nacional y controlado el Estado por un reparto del mismo entre cada fuerza, nuestro país se transformó en un enorme “campo de concentración”.
Las Fuerzas Armadas, nutridas en lo ideológico por la Doctrina de la Seguridad Nacional –anticomunista y antidemocrática– y en lo operativo en la Escuela Francesa de la represión ilegal, desplegaron un plan sistemático de desaparición forzada de personas que incluyó asesinatos, torturas, detenciones ilegales, secuestro y apropiación de bebes, niños y niñas y una serie interminable de horrores –bajo la advocación religiosa de la jerarquía católica– que espantaron al mundo entero y significaron la desaparición de 30.000 ciudadanos/as y un número indeterminado –cientos de miles– de detenidos, perseguido y exiliados. Detrás del plan sistemático de desaparición de personas, el plan de la miseria planificada –como bien lo definiría Rodolfo Walsh–.
La Guerra de Malvinas. Primera cuestión relevante: las Malvinas y el Atlántico Sur son territorio nacional usurpado por el más crudo colonialismo británico. Su recuperación es, además de un mandato constitucional, una causa de carácter nacional y latinoamericana.
Aclarado el punto, señalemos que el conflicto militar con Gran Bretaña fue una acción de la dictadura militar con un objetivo de política interna clarísimo: recuperar las islas supondría en la mentalidad dictatorial la mejor forma de perpetuarse en el poder y/o de lograr encubrir sus propios crímenes contra el pueblo argentino. Así encarada, la guerra fue un desastre de principio a fin.
Pero lo que más nos interesa es volver a comprobar el carácter antipopular de nuestras Fuerzas Armadas: durante el conflicto, los propios jóvenes soldados argentinos fueron torturados, destratados y humillados por los oficiales del propio Ejército al que pertenecían. Mientras el trato de los oficiales y suboficiales argentinos hacia los británicos fue –como corresponde– impecable, dentro de los términos de las leyes de guerra internacionales, con los soldados argentinos hubo, también aquí, sistemáticas violaciones a los derechos humanos.
Los levantamientos “carapintadas” (1987). Terminada la última dictadura cívico-militar-eclesiástica, las Fuerzas Armadas condicionaron violentamente la transición hacia la democracia en nuestro país: una facción rebelde –pero con claras vinculaciones con la conducción– popularmente denominada “carapintada” se sublevó primero contra el presidente Raúl Alfonsín y luego –la última vez– contra el presidente Menem. En el difuso pliego de demandas de estos militares se mezclaban reclamos salariales, presupuestarios y, sobre todo, reclamos para evitar ser llevados a juicio por parte de la Justicia civil, en tanto le asignaban a las cúpulas militares y no a los cuadros inferiores la responsabilidad por las violaciones de los derechos humanos de la dictadura genocida.
El asesinato del conscripto Carrasco (1994). Todavía habría espacio en democracia para una nueva comprobación del carácter nefasto de las Fuerzas Armadas en relación con su propio pueblo. Un joven conscripto –evangelista, para mayor información– fue maltratado, torturado y vejado mientras cumplía el servicio militar obligatorio por oficiales. Su asesinato –que fue encubierto por el Ejército durante meses– conmovió al país y llevó a la disolución de la conscripción obligatoria.
Hemos desarrollado esta breve historia de la relación de las Fuerzas Armadas profesionales con el pueblo argentino. En 140 años de historia no han logrado triunfar en ningún conflicto externo, pero sí han sido sistemáticamente verdugos de su propio pueblo al involucrarse en los conflictos internos, función para la que no están ni deben estar preparadas.
Esta historia es la que la democracia recuperada luego de 1983 había logrado –con sus más y sus menos– establecer como parámetro político: las Fuerzas Armadas argentinas, debido a su historia sistemática de violación de los derechos humanos debían –y deben– quedar excluidas de participación en cualquier conflicto o actividad represiva de carácter interno y estar atentas y elaborando hipótesis de conflicto externos, sobre todo tratándose de un país con parte importante de su territorio bajo ocupación colonialista.
Esta historia es la que deja de lado la movida del presidente Mauricio Macri. Nadie puede pensar que las Fuerzas Armadas serán el brazo ejecutor de políticas que no sean de carácter represivo y lesivo de los derechos humanos contra el propio pueblo argentino. De establecerse definitivamente el criterio de Macri y la alianza Cambiemos, nuestra democracia entrará en un cono de sombra más profundo aún del que se encuentra ahora. La movilización social y política será el único camino para que recuperemos el rol profesional de las Fuerzas Armadas en la defensa exterior y no permitamos su involucramiento en los asuntos internos de la nación.
(*) Artículo tomado del sitio Contexto, de La Plata.