La ola de fervor patriótico en camiseta a rayas celestes y blancas, sobre todo con el 10 en la espalda, una tradición inaugurada por Diego Armando Maradona, pero que ahora ostenta al más seco nombre Messi, expresa sí una fuerte pasión que por estos lares anida en el fútbol – qué fuerte será que a nivel doméstico condujo a la trama político mafiosa que a saber conforman su dirigencia, políticos profesionales diversos, funcionarios gubernamentales de toda variante y de los poderes judicial y fiscal, policías y barrabravas -, aunque a su vez también, y de vieja data, integra un plexo de material simbólico mercantilizado que genera millones de dólares, claro que ninguno, ni un centavo, para la multitud de argentinas y argentinos que enronquecen, saltan, bailan y viven su legítima alegría, esa que dura por unos días y que de paso, o fundamentalmente, nos hace olvidar, y está bien que así sea, los dolores de nuestros días sin épicas prestadas.
Por Tania Molotova (*) / Y ya que arranqué con lo de las épicas, valga la incidencia de afirmar que todo comienza cuando se insiste hasta la hartazgo en que en los grandes (y pequeños) partidos jugamos todas (todos), ellos lo jugadores, las instituciones y las (los) hinchas, las (los) pobres hinchas que está bien ser reconocidas por el cariño que dispensamos pero que no nos jodan. Nosotras (nosotros) no jugamos, sí consumimos, porque el amor y la esperanza tienen sus trampas. Por eso… Habrán visto ustedes lo imbéciles que somos nosotras las mujeres, rubiecitas, delgaditas, perfumadas y con hijitos tan bellos y educados que en familia celebramos el día del inodoro cuando llega a casa el vendedor de una lavandina mágica, que mata bichos, bestias, serpientes y hasta cabecitas pecadoras cada vez que hacen de las suyas; una lavandina brillante y perfumada para el baño, recinto privado y como me contaba hace muchísimo una querida amiga que fuera educada en colegio de monjas, en España, también ámbito para el pecado, que por eso las hermanitas se bancaron la cultura antigua y torquemadesca de prohibir el bidet (¡pobres!). Habrán visto también que idiota es el macho de nuestro tiempo (y sí, algo lo es, con el mayor de mis respetos) porque permite que, para vender café “La Virginia”, nombre monjil por cierto, un cana gordinflón pero con cierta capacidad intimidatoria, al fin y el cabo es un cana, lo levante en peso en plena ruta – nuestro macho orgulloso en el puente de mando del fetiche masculocapitalista por excelencia, el automóvil – por abandonar su (ahora de moda palabrejas) zona de confort, la del café calentito se supone, lo misma que la camita ordenada y prolija y las camisas planchadas. Me referí a dos cortos publicitarios que circulan por nuestra TV en los ratos libres que dejan otros productos a vender en los que Lionel Messi y sus amigos se convierten en fanáticos de celulares, panes en rodajas, hojillas de afeitar, salud privada, preservativos, cañitas voladoras y hasta alguna que otra bicicleta sin pedales. En el primero, el del día del inodoro, el tótem es la higiene; y en el segundo virginal, el altar de adoración se llama confort.
El plástico, arquitecto, filósofo y ensayista – uno de los artistas e intelectuales más relevantes que dio Argentina – Tomás Maldonado, quien desde los ’50 está radicado en Europa – hace años ya que en Milán – explica en uno de sus tantos textos – “El Futuro de la Modernidad”; Jucar Universidad; Barcelona; 1990 – que el confort entendido como medio ambiente o hábitat vivible para los humanos y la higiene, sobre todo la urbana, son, digamos, conquistas de la Modernidad, de la razón no abstracta sino objetual y expresada en políticas públicas comunicables, como lo propone el alemán Jurgen Habermas; pero también mecanismos de control social, a partir de los cuales el modelo capitalista se reproduce.
En ese sentido, Maldonado cierta vez afirmó que el capitalismo es algo así como el mejor hormigón que ha creado el Hombre, flexible en apariencia hasta el infinito sin que se quiebre, o el sistema digestivo más eficaz, esta vez no del soma sino de la cultura, porque todo lo deglute, lo tritura, en una palabra, lo digiere, lo asimila y le reconvierte en energía propia, es decir en más mercancía; y entiendo – el filósofo también lo deslizó – que para la concreción de su proyecto, porque el capitalismo es proyectual, contiene su Manifiesto tácito, cuenta con su naturaleza misma, que es comunicacional: de allí la publicidad, el arte y la cultura toda mercancía, las llamadas industrias culturales, el complejo mediático, el espectáculo y hasta la apropiación privada, corporativa y multinacional del deseo, a partir del ya antiguo “star sistem” hollywoodense hasta las bellezas macho y hembra de la TV, los carteles en la vía pública y la multiplicidad de “aplicaciones” en nuestros celulares, que pueden vender jabones, jamones y sueños de gloria.
Cuando la prensa deportiva española decía el día de la derrota de los albicelestes ante Croacia que Messi “no merece esa Argentina”, y cuando el martes pasado inundaron sus medios y las redes sociales con una loa de ditirambo al fervor y a la alegría que mis compatriotas manifestaron hayan estado donde hayan estado – en Moscú o en la verdulería de enfrente -, la meta era una, objetualizar en su razón publicitaria al producto más vendible del mercado futbolero, español, argentino y global: Messi, o como lo llamamos por aquí, “el niño mercancía”.
Cada grito, cada festejo, cada pasión vida y muerte de millones de hinchas de fútbol entran así en la calculadoras algorítmicas de las consultoras de mercadeo, de las agencias de publicidad, de los grandes medios de comunicación, de la redes sociales, de las empresas anunciantes – transnacionales y locales – y de una trama de intereses mayores y menores, que por supuesto incluyen a los paraísos fiscales y a la economía offshore, por donde pasa buena parte del dinero que el fútbol mueve en el mundo; o por dónde sino circulan y engordan las evasiones de Messi y tantos otros, los subcontratos de representantes y lo dinares de un ejército de etcéteras.
Cuando tras indagaciones y datos confiables se llega a la conclusión aproximativa de que el volumen del negocio-futbol en su totalidad alcanzaría la suma anual de los 300 – 400 mil millones dólares, suculento pastel del la publicidad y la TV disfrutan su crema pastelera o dulce de leche – se me ocurre preguntar (me), cuántos de todos esos dólares fueron transferidos por mi corazón y mi grito a ese mundo corporativo cuando estalle de alegría por el gol postrero que guardo en un marco rojo.
Otro filósofo notable de nuestros días, el italiano Giorgio Agamben, sostiene que los juguetes y los juegos – el fútbol en origen es un juego – contienen en sí mismos a toda la Historia, en tanto cumplen con ser un sistema de representaciones en el que se manifiestan las tensiones, las angustias; la vida privada y colectiva.
Y en forma muy modesta – porque al fin y al cabo apenas si soy una escriba apasionada – cuando será el día que recuperemos de tanta apropiación indebida a nuestros amores y odios, a nuestros deseos y goces. ¡Cuándo, hijos de puta, porque sepan que las minas somos porfiadas!
(*) Tania Molotova nació en Argentina, hija de militantes de izquierda. De muy niña vivió en Moscú. Estudió periodismo. Fue amiga y cómplice de poetas y bebedores, admite; y colaboró en publicaciones subterráneas. Como más o menos una vez afirmara ese enorme escritor inglés que fue John Berger, nuestra colaboradora sostiene: “mientras en el mundo sufra un solo pobre, ser de izquierda es una obligación moral”. Sus padres fueron asesinados por la mafia que tan impunemente actuó en la Rusia del ex presidente Boris Yeltsin. Ella regresó a su país natal. Dice, “escribo y escribo”. Vive con un librero anarquista. No tuvo hijos. Ama el fútbol y el boxeo. Se acercó a AgePeBA con sus textos sobre el Mundial Rusia 2018.