Cincuenta y cuatro minutos. Esa la duración del discurso de Lula a la multitud reunida frente al Sindicato de Metalúrgicos en San Bernardo, al mediodía de ayer. En esos minutos, Lula volvió a ser el veterano líder sindical cuya capacidad más visible fue siempre negociar, y cuya característica más evidente ha sido la tenacidad.
Por Eric Nepomuceno (*) / Hizo un recorrido de las historias de huelgas que hicieron historia, pero se concentró especialmente en una, la de 1980, en que los sindicalistas tuvieron que conceder y él fue detenido.
Resumiendo: recomendó a los miles de militantes que se concentraban delante del Sindicato de Metalúrgicos que hay veces en la vida en que hay que aceptar la derrota para luego seguir adelante.
Mientras lo oía, recordé frases de mi hermano mayor, Eduardo Galeano: “para saber cómo levantarse, hay que saber caer”. Y otra: “para saber cómo ganar, hay que saber perder”.
Lula, ayer, perdió. Lula, ayer, ganó.
Perdió porque el sistema judicial brasileño está plagado de vicios y cobardías, de omisiones cómplices.
Fue juzgado en un proceso que es una formidable colección de vicios y arbitrariedades. No hay una única y miserable prueba de lo que dicen que cometió. Todo surgió en una crónica indecente del diario O Globo. Y luego se sostuvo con las declaraciones de un empresario de construcción que hizo un acuerdo de “delación premiada” con un juez de provincias que se asume como una especie de justiciero fundamentalista, actuando por encima de la misma Constitución.
La cosa es así de sencilla: para ver reducida su sentencia, un preso dice lo que quieren los fiscales que diga.
Yo, por ejemplo, podría decir que tuve un tumultuoso affaire con Mirtha Legrand a fines de los años 60. O que soy el verdadero padre del padre del presidente Mauricio Macri.
Con tal de ver reducida mi condena, admito eso y mucho más.
Pues así se condenó a Lula da Silva por haber recibido como coima, como soborno, un departamento que nunca fue de él.
Dos imágenes, sin embargo, se clavaron en mi alma ayer.
La primera: Lula hablando a la multitud por casi una hora, iracundo a veces, conmovido otras, y en seguida siendo cargado en hombros en el trayecto del palco hasta el interior del Sindicato de Metalúrgicos, luego de haber anunciado que se entregaría a la Policía Federal.
En su discurso, Lula admitió sus culpas: haber sacado Brasil del mapa mundial del hambre, haber creado en ocho años más universidades que en los cien años anteriores, haber creado programas de inclusión social que jamás habían siquiera entrado en los sueños de los desvalidos y abandonados de siempre. Esas sus culpas, dijo, y en ese punto tiene razón: las élites brasileñas, que además de un profundo y mal disfrazado perjuicio racial siempre tuvieron un muy fuerte perjuicio social, jamás lo perdonaron.
La segunda imagen: militantes impidiendo que el auto, un Corolla en que estaba Lula, lograse salir del Sindicato.
Luego de casi dos horas, Lula salió. Caminando, altivo. Como él mismo había dicho en su discurso, “mi madre me hizo de cuello corto para que yo nunca tuviera que bajar la cabeza”.
(*) Texto publicado por La Jornada, de México, y Página 12. Su autor es uno de los periodistas más lúcidos de Brasil.