¿Por qué no? Si en esta sociedad global que vivimos parecería que todos cuentan con un apoyo publicitario. Así jóvenes periodistas se queman el cerebro tratando de contar la cuadratura del círculo en una centena de caracteres (¡impactantes claro!) para que alguna empresa de gaseosas o desodorantes – que tienden a conformar una misma y única corporación – ponga dinero en su cuenta de Twitter. Y qué tendría de extraño, si las estrellas del fútbol cobran para usar tal o cual par de soquetes o marca de calzón. Por qué no: en nuestras aulas físicas o virtuales auspiciados por una multinacional de la telefonía celular, por ejemplo; o un compañero plomero vestido con pantalones y camperas que digan “la mejor pinza pico de loro, cómprela en…”; o compañeras meretrices, también están ellos claro, con una camiseta que diga “no dejes de usar condones Vergüenza”, porque en realidad a veces parece que vivimos como sinvergüenzas.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Según muchos especialistas en eso que se denomina algo así como estrategias y técnicas de mercado o mercadeo, la publicidad encubierta es una acción comercial tendiente a publicitar o promocionar un producto sin que la publicidad, la promoción – “el aviso” – sea explícito ante el consumidor, que casi sin excepción coincide con el sujeto usuario o usuario del medio de comunicación responsable de aquella inoculación clandestina de sentido.
En el mundillo publicitario suele reconocerse que sus resultados tienden a ser muy buenos: “Nada mejor que alguien nos recomiende un producto o servicio sin la presión de saber que nos están vendiendo algo”, podría decir la frase que sintetiza este tópico de entusiasmos. Y sin esfuerzo se estacionan en la memoria inmediata un sinfín de películas y series de TV en las que héroes y heroínas ostensiblemente conducen y hacen malabares automovilísticos con un Ford, un Mercedes, un Chevrolet o la marca que fuere; o airado ella o enfurecido él, arrojan un paquete de cigarrillos sobre la mesa, antes de los tiros y los trompis con villanos y gargantúas de cotillón, que serán a muerte; y en un primerísimo primer plano se lee, por ejemplo, Marlboro.
Y la lista podría seguir, desde hace un tiempo y como consecuencia del vértigo con que se desarrollan las nuevas tecnologías, no sólo a la hora de ver películas y series, sino también desde la computadora o el omnipresente y adictivo celular inteligente que le dicen, aunque cada día parece más estúpido, o mejor dicho más nos idiotiza a nosotros, los usuarios; y al “navegar” por Internet en busca noticias e información o entretenimiento, cuando se abre el correo electrónico, cuando…cuando todo, o casi todo, entonces ahí también nos encontramos con un viajá, comé, comprá… en cuotas, con tal tarjeta, hoy ofertas, y así hasta el infinito. Abrumador.
Quizás los técnicos, y con sus razones, consideren que las apuntadas en el párrafo de recién no corresponden o encajan exactamente en el molde de la publicidad indirecta, pero desde el punto de vista del usuario sí lo son, o al menos cumplen con un idéntico efecto: nos invaden, nos toman por sorpresa y a veces apuramos la búsqueda de un programa que nos rescate o puteadas para apretar la X que suele venir encerrada en un circulito y salir así del desespero. El tele espectador clásico o de antaño sabía que de tanto en tanto la película o la telenovela, o el partido de fútbol, se interrumpían para un tiempo públicamente atribuido a la publicidad; y los más sabios siempre aprovecharon ese paréntesis en tareas más nobles y útiles que escuchar a un tipo o a una señorita que le propone a uno lavarse con tal o cual jabón o lo que sea, levantándose por ejemplo, para ir a hacer pis. Pero el usuario de dispositivos y aplicaciones de nuestra era, ya ni pis puede hacer sin que le taladren la cabeza.
El aparato publicitario es casi dios. Está en todas partes y en todo tiempo. No hay concierto, ni torneo o campeonato de fútbol o del deporte que fuere, tan sólo por citar eventos de atracción masiva evidente. No existe actividad humana pasible de ser expuesta en público –hasta los felices cumpleaños por Facebook o cualquier otra mal llamada red social, porque son de propiedad privada y uso colectivo con espejismo de libertad, que no cuente con un avisador publicitario, un sponsor o auspiciante, que les dicen.
Y todo esto vino a cuento de que los propios textos periodísticos incluyen o disfrazan publicidad entre sus informaciones y fuentes, con la certeza más que la duda de que cada historia, cada hecho acontecido a través de la agenda de los medios – en todo ese universo, ese mar en el que a ciegas millones de seres humanos navegan y con el cual construyen burbujas y espumas de realidades – mercancías – termina “produciendo” millones y millones de dólares para los dueños e intermediarios diversos de la marcas de consumo masivo. Queda abonada entonces la convicción de que todo ese universo jamás es ingenuo y siempre es parcial, aunque la caída del último velo de supuesta objetividad se ha convertido en estrepitosa, quedó el rey semántico desnudo; pues nada ya logra escurrirse entre las mallas sutiles del sigilo y la nocturnidad como atributos de toda instancia de construcción de sentidos.
Cualquier usuario atento del medio o dispositivos de comunicación que fuere debería tener siempre presente algunos interrogantes: qué empresa comercial, qué interés político, qué aparato de inteligencia y desinformación se encuentran detrás de cada texto, de cada imagen, de cada sonido parte del sistema global de comunicación e información; y cuál de todos los actores intervinientes gana y cuál pierde.
El ejemplo que sigue no es el único posible – ¡ni mucho menos! – y tampoco tiene un mérito o desmérito particular a la hora de la interpretación. Ni siquiera fue elegido como caso sino que, en tanto caso, se impuso por su aparición y evidencia; y es más: es probable que sea una muestra – para que la misma sea posible sobra un botón decía el refrán- de cómo ese tipo de intervenciones ya están tan naturalizadas que no se puede descartar en tanto consecuencias de cierto automatismo de las herramientas de producción de contenidos más que como una intervención específica, concreta y deliberada de su ejecutante ocasional.
Este 27 de noviembre de 2017, en la nota “Macri lanza el G20 con Cambio Climático y acero como puntos de fricción”, el sitio informativo La Política On Line (LPO) publica un más que interesante texto sobre el comienzo de la agenda gubernamental de Mauricio Macri en el contexto de la presidencia temporaria argentina del G-20.
Uno de sus párrafos dice consiste en: “El G20 creado en 1999, en rigor tomo relevancia mundial en 2008 cuando fue elegido por los líderes de los países desarrollados como el ámbito más apropiado para lidiar con la crisis financiera global. Aunque en rigor la crisis la capeó un club mucho más selecto: El que integraron el presidente de la Fed, Ben Bernanke y sus colegas del Banco Central Europeo, Jean-Paul Tritchet y del Banco de Inglaterra, Mervyn King; bautizados como ‘Los Alquimistas’, en el excelente libro de Neil Irwin”.
Leyendo la nota en línea se puede hacer clic sobre “excelente libro de Neil Irwin”. Para comprobarlo: http://www.lapoliticaonline.com/nota/109782-macri-lanza-el-g20-con-cambio-climatico-y-acero-como-puntos-de-friccion/
Entones, y después del clic, no aparece, como era de esperar, una ampliación de la pertinente cita bibliográfica sino el vínculo http://www.lapoliticaonline.com/nota/109782-macri-lanza-el-g20-con-cambio-climatico-y-acero-como-puntos-de-friccion/ que nos lleva a la página de la librería virtual Amazon.es, para acceder a la comprar el libro.
Por eso lo del título, por cierto algo extravagante o exagerado. ¿Sí? ¿Tanto?
(*) Periodista y escritor. Doctor en Comunicación por la UNLP. Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Director de AgePeBA.