Desde el México de hoy hacia el del ’85 y el ’86, en el contexto de la deuda impagable. Y luego las réplicas, entre ellas la de la noche del 29 al 30 de abril de 1986, cuando aquella desolación se hizo presente en las mismas calles, aún con el rastro visible del septiembre anterior. Memorias que quizá ayuden para analizar en su dimensión real lo que significa para un pueblo la saga de temblores y terremotos a la que se ve sometido. Desde la modesta y a veces uno se pregunta para qué sirve esa modesta experiencia periodística, aquí un breve ejercicio del recuerdo entre La Habana – como toda Cuba territorio de padecimientos naturales, también, que hoy se repara tras el paso del Irma – y la propia México, cuando se aprestaba a un evento deportivo internacional de la magnitud que tuvo el Mundial de Fútbol 1986, en el contexto de un continente que se revolvía ya por un padecimiento que aún hoy soporto: el peso insoportable del endeudamiento externo.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / El 19 de septiembre de 1986 comenzaba extremadamente caluroso en La Habana. Muy temprano, casi de madrugada, el aire Caribe lamia o besaba el rostro de quien buscase un despertar caminando sobre el Malecón. El café esperaba. Más tarde, Radio Reloj dio el alerta y luego entonces sí, aunque desde las primeras horas de ese mismo día, en la redacción de Prensa Latina sonaron las alertas. La tensión. Terremoto en la Ciudad de México. Ya noticias inmediatas era sonidos de muerte y espanto.
Por esos días cientos de periodistas de América Latina y el Caribe nos habíamos concentrado en La Habana, convocados por Prensa Latina, para debatir sobre el qué hacer desde el oficio ante los grilletes que el sistema financiero internacional, teledirigido desde los intereses estratégicos de Estados Unidos y sus corporaciones – las europeas corrían detrás pero participaban del festín caníbal – había cerrado sobre estos nuestros países mediante un sistema de endeudamiento externo de certeza impagable. La deuda es inmoral pero además impagable, es y será el nudo a destrabar, afirmaba Fidel Castro, el primer mandatario y líder en el mundo entero que denunció y sistematizó el problema, y en ese marco era activo participante en el foro organizado por Prensa latina y en otros que venían realizándose en la capital de la mayor de la Antillas, con estudiantes, sindicatos, profesionales, intelectuales y cuantos colectivos quisiesen sumarse a lo que debía ser una cruzada continental; y reconozcamos hasta donde era y es necesidad que aun sigue siendo la maldita deuda uno de los mecanismos de destrucción de nuestros tejidos políticos y sociales.
Pero ese día La Habana se detuvo. México temblaba, se derrumbaba. Temprano las comunicaciones quedaron interrumpidas. Desde la prensa allí reunida se pensó en todo dispositivo posible que se sumase a la tarea de solidaridad. El Estado cubano una vez más fue el primero en alistar aviones con hospitales de campaña, médico, implementos sanitarios y alimenticios, a la de que las autoridades de México comunicasen que los aeropuertos volvían a estar habilitados. A la angustia por los suyos que manifestaban los siempre cientos de mexicanos residentes en la Isla – como de tantas otras nacionalidades, que fue esa presencia cosmopolita una constante en Cuba desde los primeros días de la Revolución – se sumaba la de los periodistas que había cruzado el Golfo para estar presentes contra la deuda. Por aquellas horas, casi todos queríamos partir hacia el DF, para lo que fuere.
Hoy, en el diario Página 12, leo una nota que me ayuda a recordar: “el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985, de una magnitud de 8,1 en la escala de Richter y una duración de más de dos minutos afectó la zona centro, sur y oeste de México y fue el más significativo y mortífero de la historia escrita del país. El Distrito Federal fue la zona más castigada. El epicentro fue localizado frente a las costas del estado de Michoacán. Se estima que el sismo liberó una energía equivalente a 1114 bombas atómicas de veinte kilotones cada una. Luego del sismo, en las zonas más castigadas se produjo un caos generalizado debido, además de los derrumbes, a la suspensión del transporte público, a los cortes a la circulación, a las víctimas que lograban escapar de los edificios colapsados, a los ciudadanos que se aprestaban a ayudar a los damnificados así como a la movilización de cuerpos de emergencia sin que hubiera una dirección que organizara y dirigiera las tareas de rescate. Nunca se ha sabido el número exacto de víctimas fatales debido a la censura impuesta por el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado. Oficialmente se dijo que eran 3.192, pero años después, con la apertura de información de varias fuentes gubernamentales, el registro aproximado se calculó en 20.000 muertos. La cantidad de cadáveres y el caos eran tales que debió instalarse una gigantesca morgue al aire libre: el estadio de béisbol del Seguro Social se usó para acomodar y reconocer los cuerpos, que fueron cubiertos de hielo para retrasar la descomposición. Las personas rescatadas con vida de los escombros fueron más de 4000. Algunas de ellas resistieron diez días atrapadas en los escombros hasta que llegó el socorro. Y causó un impacto mundial el rescate exitoso de 58 recién nacidos que sobrevivieron tres días bajo los escombros de una maternidad. Fue notoria la ausencia de una respuesta inmediata y coordinada de parte del gobierno. El propio presidente demoró 36 horas en dirigirse a la nación. Debido a la falta y la tardanza de acciones por parte del gobierno federal, la población civil tomó en sus manos las labores de rescate. Las primeras acciones organizadas fueron realizadas por los grupos scouts de las localidades afectadas, que atendieron a los damnificados durante varios meses. Eso implicó la autoorganización de brigadas, reforzadas especialmente por estudiantes de las carreras de medicina, ingeniería y ciencias. De inmediato grandes sectores de la sociedad capitalina se organizaron improvisando estaciones de auxilio. La gente que podía donaba artículos y contribuía como le era posible al esfuerzo de recuperación; esto incluyó que la población se volcara a mover escombros con las manos, regalar linternas, cascos de protección, etcétera. Ante la escasez de vehículos de auxilio, sobrepasados por la demanda, muchas personas habilitaron los suyos para el traslado de víctimas o víveres. Fueron destruidas totalmente 30.000 estructuras y sufrieron daños parciales 70.000, entre las que había hospitales y escuelas y más de 900.000 personas se quedaron sin hogar. Más del 90 por ciento de los edificios colapsados tenían una antigüedad de treinta años o menos. Las construcciones anteriores resistieron mejor. Esto destapó una enorme red de corrupción en la construcción, con flagrantes violaciones al código vigente. En los seis meses siguientes fueron demolidos más de 152 edificios en toda la ciudad. Se recogieron 2.388.144 metros cúbicos de escombros; tan sólo para despejar 103 vías consideradas prioritarias se retiraron 1.500.000 toneladas de escombros. Al sur del Centro Histórico de la Ciudad de México, se ubicaban hasta 1.500 talleres de costura, muchos de ellos clandestinos, en los que muchos menores de edad trabajaban en condiciones de explotación y miseria. Muchas víctimas quedaron atrapadas en las escaleras de los edificios. Estos edificios fueron de los últimos en recibir apoyo de maquinaria pesada para rescatar cuerpos, que permanecían bajo los escombros semanas después. Hay testimonios de que los dueños de esos talleres impidieron el rescate de víctimas para evitar que maquinaria y materias primas textiles fueran extraídas de los edificios destruidos. Más de un millón de usuarios del servicio eléctrico se quedaron sin servicio directamente por el terremoto y otros tantos por los cortes que debieron hacerse hasta que se reparó la red. Otro tanto ocurrió con el gas. Ante los riesgos de epidemia, las alertas de sanidad se dispararon, ya que enseguida fue evidente la presencia de sangre (proveniente de las víctimas del sismo) en muestras del agua potable en toda la red de la ciudad. Era imposible la comunicación exterior vía teléfono pues fue seriamente dañada la estructura. Recién en marzo de 1986 se restableció en su totalidad el servicio de larga distancia nacional e internacional. Los daños fueron calculados en 8 mil millones de dólares; las tareas de rescate se prolongaron hasta el mes de octubre y las de remoción de escombros, hasta diez años después. En 2017 aún hay campamentos en los que se alojan víctimas del sismo del 19 de septiembre de 1985 y de la tremenda réplica del día siguiente. Las consecuencias directas e indirectas del terremoto fueron de diversa índole, pero abarcaron un sinnúmero de aspectos tanto de la Ciudad de México como del país. Hubo consecuencias derivadas del propio movimiento telúrico, que abarcaron los meses posteriores, dado el alto número de víctimas y heridos; la remoción de escombros y los esfuerzos de toda índole por lograr la vuelta a la normalidad. Y también indirectas, que resultaron en un cambio del entorno urbano de muchas zonas de la ciudad, por la construcción de nuevos inmuebles que reemplazaron a otros y ampliaron los existentes; la creación de nuevos espacios públicos como parques, plazas y complejos de edificios en los espacios ocupados por los que habían colapsado”.
El terremoto del 19 tuvo varias, muchas réplicas, desde el día siguiente e inmediato ya, hasta varios meses después. El 29 de abril de 1986 estaba en México. La agencia Prensa Latina me había encomendado la tarea de avanzar en las preliminares organizativas de la cobertura que nos aprestábamos a realizar sobre el inminente Mundial del Fútbol, entre ellas montar la modesta oficina que tendríamos en el Centro de Prensa, en el Parque Chapultepec, al lado de la exhibición de músculos por recursos y personal que venían desplegando las grandes agencias y canales de TV de Estados Unidos, la Europa opulenta de aquél entonces y del aparato mediático hegemónico de América Latina, ya en fase de concentración y en camino de ser lo que es hoy: el mayor disciplinador político y social, esa especié de Espíritu Perverso de la Maligna Trinidad que componen el poder económico, la comunidad política mandataria y ellos, los medios.
El grupo de periodistas dirigido por uno de los mejores – le decíamos “la pluma endiablada del Caribe” y él se sentía orgulloso -, el querido Elmer Rodríguez, quien hace unos años se fue de jodedera por los Cielos sensibles del Señor, o de la Señora, llegaba con mucho entusiasmo: pondríamos en tensión de cobertura internacional por primeras vez las herramientas con que contábamos en aquellos primeros escalones del proceso de informatización de la agencia; recuerdo a la abuelas de la computadoras portátiles del presente, las Tandy, que, vistas hoy, resultan casi de tracción a sangre.
El 29 de abril uno de los nuestros cumplía años. Lo celebraríamos por la noche, con cena y tragos moderados en la cocina de la propia corresponsalía de la agencia Prensa Latina, que además de redacción y vieja sala de teletipos contaba con un cuarto de hospedaje para enviados especiales: allí me toco vivir durante unos meses.
El ágape transcurrió mucho más breve de lo imaginable para tiempos de mayor tranquilidad, de menores urgencias del oficio, por lo cual siempre supe que la ingesta alcohólica no llegó a ser relevante. Y lo cuento porque al rato de estar solo y por dormir, todo comenzó a moverse. Reaccionar y saber de qué se trataba me llevó unos instantes. Luego en la calle, apenas si el pasaporte recuerdo que atine a recoger antes de correr por las escaleras. Allí se podía percibir entre los cientos que reaccionaron de un mismo modo, miles y miles en toda la ciudad, que el miedo no acometía tanto por el aquí y ahora sino por la frialdad del recuerdo cercano. Rostros desolados y escombros. La misma sombra fría de hace apenas unos meses, me dijeron esa madrugada del 30 de abril de 1986 los vecinos de la Alameda, casi frente al histórico edificio del diario Excélsior, devotos o no de la Guadalupe. El mismo atragantamiento de lágrimas, por los pibes sepultados hoy en la escuela, por capricho maldito de la Tierra.
(*) Periodista, escritor y docente. Doctor en Comunicación por la UNLP. Profesor titular de la Cátedra (II) de Historia del Siglo XX en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Director de AgePeBA.