Ese eje es ejemplo poderoso porque actúa en la zona Metropolitana (Capital Federal y Conurbano), la más densamente poblado y de mayor peso político del país, aunque los hechos que culminaron con la desaparición forzada de Santiago Maldonado indican que semejantes dispositivos son rápidamente implementados en todo el territorio nacional. Es aplicable a todas las fuerzas de Seguridad del país, y en ámbitos del poder estudian el camino a seguir para involucrar a las Fuerzas Armadas, que con el orden legal vigente están impedidas de hacerlo. Se trata de un modelo de control territorial y social al que el gobierno de Cambiemos parece haberle reconocido capacidad de desenfreno – por eso Patricia Bullrich fue nombrada ministra de Seguridad, a sugerencia de la las agencias de inteligencia y policiales de Estados Unidos, y de la Mossad israelí, de larga data este en el diseño policial de Colombia, por ejemplo -, pero de ninguna manera fue inventado por los funcionarios de Macri, ni siquiera en Argentina. Viene aplicándose con mayor o menor nivel de disposición desde el resquebrajamiento del orden dictatorial que se amparaba en la Doctrina de la Seguridad Nacional – podemos ponerle fecha aquí en 1983, con el restablecimiento del orden constitucional – , y nunca quedó desplazado del aparato estatal sino que fue adaptándose a las necesidades y perfeccionándose: con el manejo del delito organizado por parte de policía, guardia cárceles, jueces, fiscales y funcionarios políticos, parlamentarios y ejecutivos en todos los niveles y con el asesoramiento de “técnicos” que operan desde la Embajada de Estado Unidos; con el otorgamiento definitivo de competencias ajenas a los orígenes de ciertas fuerzas, como Prefectura y Gendarmería, que pasaron a ser empleadas en el control territorial interno, y no de las aguas y de las fronteras como los correspondía; con protocolos aceitados para el uso del poder mediático en propagación y defensa del orden represivo, apuntando a crear un sentido común de aceptación punitiva entre las más extensas y densas tramas sociales del país y sumándole a la paranoia establecida en torno a inseguridad, ahora también la de la figura de los terroristas o nuevos “subversivos”.
El 26 de agosto, esta agencia publicó un nota en la que el colega Carlos López recordaba la larga lista de antecedentes represivos de la Gendarmería –algunos recientes e inmediatos, otros de más antigua data – y decía: Bullrich dice sobre Santiago lo que el general Julio Alsogaray decía cuando la Gendarmería, fuerza que ese militar dirigía en 1963, “desapareció” a Jorge Ricardo Masetti. Sucede que con Macri, la Gendarmería Nacional tan sólo volvió a ejecutar desapariciones forzadas y disparos por la espalda. Se trata de una fuerza federal cuyas capacidades operativas no fueron inventadas por la actual administración sino que vienen preexistiendo: así, la misma fuerza fue cómplice durante la última dictadura cívico-militar de encubrir desapariciones, e incluso antes, cuando llevó adelante procedimientos ilegales para aniquilar los intentos revolucionarios del Ejército Revolucionarios del Pueblo (EGP), la organización político militar encabezada por el periodista Jorge Ricardo Masetti, en la década del ’60 del siglo pasado.
El caso de la policía Bonaerense es inclusive mucho más visible. Fue el genocida general Ramón Camps, quien durante la dictadura creo el modelo básico de fuerza autónoma que existe en la actualidad, con capacidad financiera propia, para mantener a sus cuadros operativos muy por encima y en forma obscena de las escalas salariales oficiales, y financiar la acciones encubiertas, antes vinculadas a la estrategia de la Doctrina de la Seguridad Nacional y en la actualidad a la llamada doctrina de la Guerra de Baja Intensidad, en la que las agencias de seguridad pasan a controlar el crimen organizado, con un tejido de complicidades con jueces, fiscales, carceleros (desde los lugares de encierro también se administra el delito en las calles y esa administración es dirigida por efectivos de los servicios penitenciarios) políticos y medos de comunicación, como forma especializada en el disciplinamiento social sobre todo en los territorios más poblados, empobrecidos y por ende “conflictivos”.
Aquella Bonaerense de Camps sigue siendo la de nuestros días, pese a algunos esfuerzos reformistas aunque fracasados, como el realizado por Carlos Arslanián, quien fuera ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires entre abril de 1998 y agosto de 1999; y antes, aunque más efímero y con final podría decirse que trágico, el de Luis Brunatti. Respecto de esto último es interesante recordar un artículo publicado en marzo del año pasado por El Diario de Tandil, con la firma de Nacho Lacovara: “Ya se sabe que durante la dictadura, el general Ramón Camps, fue Jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. El método preferido de este personaje era la picana y la desaparición forzada de personas. Por lo que esa particular forma de llevar adelante su jefatura, derramó hacia sus subordinados, todo tipo de hechos aberrantes. Más allá de que nunca fueron carmelitas descalzas, podríamos decir que hay una Bonaerense antes y otra muy distinta después del 24 de marzo de 1976. Cuando se reinstaló la democracia en 1983, nuestra provincia fue ganada por Alejandro Armendáriz, que tenía el mismo porcentaje de posibilidades de triunfo que María Eugenia Vidal en el 2015. Finalmente en octubre de 1983, la misma sorpresa que en octubre del año pasado. Asume Armendáriz con una improvisación alarmante en muchas de las áreas de su gobierno. Juan Antonio Portesi, es el primer Ministro de Gobierno en la Provincia de Buenos Aires, de la remozada democracia. Era el primer funcionario del cuál dependió la Bonaerense. Momento justo para realizar el cambio profundo en los hábitos policiales. Fracaso estrepitoso. La mala praxis se profundizó. Cuatro años después Antonio Cafiero, ganador de las elecciones, asume el 10 de diciembre de 1987, con interesantes propuestas en varias áreas de gestión (…). En 1987, el entonces gobernador Antonio Cafiero intentó enfrentarse a la sombra designando a un peronista de izquierda, Luis Brunatti, como ministro de Gobierno. Diversas fuentes afirman que le ofrecieron cinco millones de dólares a cambio de una actitud distraída. Brunatti no pactó, pero tuvo que renunciar. Protagonizando primero una dura gestión contra la corrupción policial”.
Antes de la llegada de Cambiemos al gobierno nacional y en la provincia de Buenos Aires, el entonces vicegobernador y por ende titular del Senado bonaerense, Gabriel Mariotto, participó de dos hechos que ilustrativos de la capacidad de fuego de la trama de complicidades criminales, políticas, fiscales, judiciales, carcelarias y mediáticas: el Informe de la Comisión Investigadora del Senado sobre del secuestro y crimen de la niña Candela Sol Rodríguez, conocido en septiembre de 2012, que dejaba al descubierto los principales rasgos de esa trama intacta reforzada por las administraciones de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal respectivamente, quedó juntando polvo en las profundidades de un cajón burocrático.
Y a fines de marzo de 2012, Mariotto visitaba una de las cárceles más duras de la provincia de Buenos Aires. En el diario Página 12 del 1 de abril, el colega Horacio Verbitsky publicaba lo siguiente: “Personas detenidas en el régimen abierto del Complejo Penitenciario Conurbano Norte entregaron al vicegobernador bonaerense Gabriel Mariotto una gigantesca cuchilla y dos facas y acusaron de proveérselas a dos subdirectores de la Unidad Penitenciaria 47, los prefectos Roberto B. Arancibia (de Asistencia y Tratamiento) y José Feliciano Burgos (de Seguridad). Agregaron que con esas armas debían atacar a otro interno, que había denunciado maltratos anteriores por parte del Servicio Penitenciario Bonaerense. Ese fue el sorpresivo final de la inspección que Mariotto realizó el jueves, acompañado por autoridades judiciales, la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). En el acto de entrega de las armas también estuvo presente la víctima contra quien debían usarse, Hugo Alberto Cabrera González, a quien llaman El Ñaca, quien reside en otra casa del régimen abierto y había presentado denuncias por abusos del personal. El día anterior se había producido una reyerta entre los habitantes de dos de las viviendas. Conocido como ‘Las casitas de Casal’, el régimen abierto es el diamante que esgrime el gobierno bonaerense ante cada denuncia que se presenta contra el sistema penitenciario realmente existente. La CPM presentó un hábeas corpus correctivo en el que solicita urgente remedio al cuadro constatado, de hacinamiento, mala alimentación, carencia de asistencia médica y tratos crueles y degradantes y la presencia de peritos ingenieros, arquitectos, médicos, psicólogos, psiquiatras y trabajadores sociales para determinar las medidas correctivas imprescindibles en materia de espacios disponibles, condiciones edilicias, cuestiones de seguridad de las instalaciones eléctricas e hidráulicas; enfermedades debidas al hacinamiento y la coexistencia con heces y orines; efectos psicológicos del hacinamiento y la violencia de las condiciones de vida. Mariotto prometió que volvería en un par de semanas al complejo con un batallón de médicos, odontólogos, oftalmólogos, asistentes sociales, ingenieros y plomeros, que den vuelta como un guante la situación vejatoria en que viven los reclusos y cuyo efecto final es un incremento de los niveles de violencia en las calles en ocasión de robos (…)”.
El 20 de ese mismo mes de abril Cosecha Roja consignaba: “Hay otras formas de morir en manos del Servicio Penitenciario. Se los llama ‘coches bomba’. Son los presos que responden a los guardiacárceles y que siempre están dispuestos a cometer atentados contra sus compañeros de encierro. El 3 de abril por la tarde, Pedro saltó de banco en banco mientras seis internos lo perseguían con lanzas para apuñalarlo. Eran los “limpieza” del pabellón, presos que responden a los penitenciarios, y lo querían matar. Siguió rebotando de mesa en mesa y esquivando puntazos hasta que, después de un rato, los carceleros de la Unidad 48 de San Martín intervinieron para evitar lo que hubiera sido una muerte segura. Segundos antes, a otros dos presos se los habían llevado a la rastra, heridos, al Hospital Bocalandro, afuera de la cárcel. Uno tenía abierta la cabeza por un elemento metálico -parecía arrancado de una puerta- que le significó seis puntos de sutura. El segundo, tenía un facazo a la altura de la panza. La pelea entre presos se había desatado por una requisa de celulares en el pabellón 8 de la cárcel. Cada teléfono incautado –la forma más fácil de mantener contacto con la familia- es vuelto a vender por los guardias a los internos por cien pesos. Ese día, los guardias revisaron el pabellón 8, cuando tocaba el pabellón siguiente, volvieron a requisar el 8, que escondía en la heladera los celulares del 9. Se llevaron diez. Los presos se enfurecieron. Un rato después, llegaban los ‘limpieza’ para poner orden. “Si no hubiéramos estado ahí, los mataban a todos”, dice a Cosecha Roja uno de los familiares. ‘La revuelta’, como la llama el Servicio, era una réplica de la que se había producido cinco días antes, el 29 de marzo, media hora después que el vicegobernador Gabriel Mariotto terminara su visita al complejo carcelario de San Martín –Unidades 46, 47 y 48-, junto con organismos de derechos humanos, durante la que recibió dos facas de un preso, que habían sido provistas por las autoridades del penal para atacar a otro que había denunciado maltratos. En los cinco días que pasaron entre un motín y otro, habían muerto tres jóvenes más tras sus rejas: Juan Romano Verón durante la “revuelta” de ese 29 de marzo, en San Martín. Dos días después, José Burela Sombra, uno de sus supuestos asesinos, fue trasladado a Melchor Romero. Lo juntaron con presos con los que había tenido problemas. A los 45 minutos estaba muerto. El tercero fue Rodolfo Daniel Martínez: lo apuñalaron en la cárcel de Olmos. El Servicio Penitenciario de la provincia de Buenos Aires, es un polvorín que aloja a 30.000 presos con una capacidad que se calcula en la tercera parte. En ese contexto, suicidios como el de Adriana Cruz, o los de cualquier joven preso, suelen ser recibidos como un mal menor”.
Ricardo Casal, el ex hombre fuerte del entonces gobernador Daniel Scioli, primero en Seguridad y después en Justicia, siempre en la tinieblas del poder policíaco carcelario nunca más fue mencionado por nadie ni investigado. Los esfuerzos de un vicegobernador morían en los arcones del silencio. Operaciones cruzas y en algunos casos de apariencias “insospechables” habían cumplido su misión: que perdure la policía de Camps en su línea de continuidad hasta hoy, que son tiempos de Macri y Patricia Bullrich, de conocidos vínculos con los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Israel, incluso desde su época de “peronista” allegada a Rodolfo Galimberti, y de María Eugenia Vidal y su ministro par del área, Cristina Ritondo, de larga trayectoria entre los pliegues de punterismo “peronista” capitalino y allegado a la Federal, de tanto tiempo.
No puede sorprender entonces, la revelación formulada este jueves por el diario Página 12, al consignar el artículo “La nueva doctrina M. La orden interna a la que accedió este diario se inscribe en la estrategia oficial de crear un clima de supuesta violencia de la que responsabilizan a anarquistas y kirchneristas”, que pasamos a reproducir.
La orden busca alertar a los efectivos porteños sobre “posibles acontecimientos y ataques”. En línea con la estrategia de los gobiernos nacional y bonaerense para crear la imagen de un clima de violencia generalizada, la Policía de la Ciudad instruyó a sus agentes sobre “posibles acometimientos y ataques” en el contexto de las movilizaciones por el mes transcurrido desde la desaparición forzada de Santiago Maldonado. La “Orden Interna Reservada” a la que accedió PáginaI12, firmada por un jefe imputado por la represión en el Parque Indoamericano, aconseja a los uniformados prescindir del uniforme, extremar la atención ante “conductas sospechosas” y hasta los alerta por la posibilidad de ser víctimas de secuestros por parte de “células anarquistas”, el flamante enemigo interno con que Cambiemos reemplaza a los “subversivos” de la Doctrina de Seguridad Nacional. La legisladora Paula Penacca junto a Gabriel Fuks y Carlos Tomada presentó ayer en labor parlamentaria un pedido de informes que el PRO rechazó de inmediato, e insistirá hoy para que el tema se trate en el recinto.
“Hay grupos anarquistas y kirchneristas que están instalando un clima de violencia utilizando políticamente la desaparición de Maldonado”, declaró al diario La Nación un “alto funcionario” que prefirió el anonimato. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, informó al gabinete el martes sobre “el intento de esos grupos de alterar el orden público” y supuestos “contactos” entre “anarquistas argentinos y chilenos”. En la línea siguiente los sospechosos alcanzan a “facciones trotskistas, kirchneristas y revolucionarios” (sic), que según “la Justicia” serían autores “70 hechos de violencia”. En esa “espiral de violencia” se enmarcan las directivas de Bullrich a las fuerzas federales y de su par bonaerense Cristian Ritondo a la policía ídem, para que “profundicen las medidas de seguridad”.
La “Orden Interna Reservada” de la policía de Horacio Rodríguez Larreta la suscribe el comisionado mayor Osvaldo Oscar Masulli, jefe de la División de Operaciones Urbanas (DOU). Masulli estuvo imputado por la represión en el Indoamericano en 2010, participó de la represión en el Hospital Borda y en la Sala Alberdi del Centro Cultural San Martín en 2013, y asumió en la DOU en reemplazo de José Celeste cuando trascendió una estafa de la plana mayor de esa división por cobrar horas extras que nadie cubría.
Como fundamento de sus directivas, Masulli menciona “ataques” que no detalla porque “son de dominio público”. Sugiere que “estas agresiones pueden escalar” hasta convertirse en “agresiones a personal de facción, transportes de personal y objetivos edilicios”, argumento que se confirmaría por información que circula en “distintas redes sociales” sobre marchas y actividades “de agitación”. Su decisión de dar instrucciones, agrega, es además por “la ausencia de directivas al respecto”, detalle que a priori diferenciaría al ministro de Justicia y Seguridad porteño, Martín Ocampo, de sus pares Bullrich y Ritondo.
“Medidas de seguridad física preventivas y reactivas que puedan anticipar ataques o bien, si se producen, mitigar sus consecuencias”, anuncia Masulli antes de arrancar la enumeración. La más notable ordena instruir “repetidamente” al personal de infantería ligera de la DOU sobre su propia seguridad “ante posibles acometimientos o ataques destinados a la sustracción de armamentos, equipo de comunicación, credencial, etcétera”, práctica que en los hechos no existe en la Argentina desde hace 40 años. La hipótesis incluye el riesgo de “privación de la libertad a modo de represalia ante el esgrimido argumento de los organizadores y eventuales perpetradores de casos de desaparición forzada de personas, ‘gatillo fácil’ pretendidamente (sic) causados por fuerzas policiales” y, la más convincente para sembrar paranoia en los jóvenes agentes de la Policía de la Ciudad, “la posibilidad de ser blancos rentables de células anarquistas que desconocen la autoridad del Estado y ven al personal policial como exponente del mismo en la vía pública”.
Masulli aconseja entre otras medidas “actualizar las cadenas de llamadas” ante convocatorias urgentes, aumentar la seguridad con “Grupos de Dispersión que actúen como elementos de reacción” ante simples “demostraciones o manifestaciones”, “acrecentar la observación para detectar” explosivos e instruir al personal para que “no efectúe traslados hacia/desde sus destinos de revista uniformado”, es decir para que actúen de civil.
Es en ese contexto que la Gendarmería fue a una escuela porque había una protesta y preguntó si era por Maldonado: “los alumnos de la escuela Juana Azurduy, de Moreno, protestaban junto a padres y docentes por el pésimo estado del edificio, con partes derrumbadas y paredes electrificadas. Los gendarmes pidieron nombres y tomaron fotos de quienes estaban en la protesta”, informó también este jueves en el mismo matutino la colega Alejandra Hayon.
Y para el final tan sólo un observación que puede resultar inquietante y para desarrollar en otro artículo: ¿Por qué son tan similares los modos de narración mediáticos que se observan en la TV argentina – lamentablemente de un lado editorial y del otro -, tanto cuando se refieren a a un robo o delito habitual, por más grave que sea, como cuando el tópico trata de un femicidio como violencia sistémica o la desaparición forzada de Santiago Maldonado? ¿Por qué ese es el rol asignado a los aparatos productores y reproductores de sentido dentro de la trama de complicidades que conforman el delito, policías, carcelero, jueces, fiscales, políticos y medios?