«En el mundo entero están desapareciendo las obras de los grandes escritores. Alguien las está robando, la cultura en pleno va a desaparecer si alguien no pone remedio” (Julio Cortázar en “Fantomas contra los vampiros multinacionales”); y por qué no recordarlo – tantas veces uno lo hace- a propósito de este intento de ensayo de ideas volcadas sobre un texto periodístico, cuando el título para el mismo resonó o repiqueteo en la memoria, que nada somos sin ella; sin la memoria. Decía: y entonces engullirse a sí misma, a la palabra de los palabrofagos deglutida, empobreciéndola, alienándola en el sentido de convertirla en ajena; y oculta queda entre productos ramplones del mercado más burdo buena parte si no toda posibilidad de pensamiento crítico. La palabrofagia encierra subjetividades en la bolsa de plástico y al vacio en que se han convertido los medios de comunicación y secuestra, hace desaparecer toda expresión de lo público. Los palabrófagos (as) entre los cuales ocupan un lugar destacado los dirigentes políticos profesionalizados y corporativizados, que lo son aunque proclamen lo contrario, y los periodistas y demás actores mediáticos del universo concentrado, y muchas veces del otro también, se convierten así en una suerte de terroristas de cierto terrorismo de paraestado, pero se dicen democráticos.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Así estamos. Quien hoy quiera “jugar” o “apostar” por esto o aquello en el firmamento de lo electoral, de lo político en general, debe estar cerca de “la gente”, o con ella, o darle voz, o como está de moda decirlo, empoderarla; ocuparse de sus problemas. Y por supuesto no descuidar “cuál es la mía” y llegado el momento, tener presente que la cuestión consiste en “gestionar”. ¿El pueblo? Ni se nos ocurra si son multitud o masas y sus tumultos, pues quedaron en el arcón que, insomnes, pretenden reservarle a la Historia, pues se trata de conceptos subversivos. Por ahí, por el camino de la palabrofagia y una vez aceptado el neologismo, quizás sea oportuno explorar el por qué de tanta persistencia en lo injusto y tanta impotencia o incapacidad que, obscenamente, en forma procaz, debemos admitirlo, afecta para ser o para persistir, al campo de los justos; no de lo perfectos, que dios (si existiera) no lo permita.
Conviene proponer algunos acuerdos semánticos, tanto para evitar malentendidos como, y sobre todo, con la intención de lanzar desde esta orilla algunas señales, las que, aguardemos con optimismo, alerten mejor que los faros rotos o embelesados por brujería, aquellos que llevan a los navíos hacia naufragios seguros; y aclaro: no con la idea de abordar en este texto todos los significados que se avecinan, apenas si un puñado de ellos. Resulta útil entonces recurrir a los diccionarios.
Tumulto designa una “agitación desordenada y ruidosa producida por una multitud…revuelta o agitación con la que un grupo más o menos numeroso de personas quiere mostrar su oposición contra una autoridad, utilizando para ello la protesta, la desobediencia o la violencia”. Procacidad apela a la “acción o dicho desvergonzado, insolente o atrevido…desvergüenza o atrevimiento, en especial en el aspecto sexual”, pero no necesariamente a él, aunque suele estar presente, también de múltiples tambienes, entre los pliegos de la acción política. Palabra es “la unidad gramática del discurso; en informática expresa una cadena finita de bits y en matemáticas, una sucesión finita de símbolos. Se trata de un término etimológicamente vinculado a parábola, la que significa “comparación o semejanza, ilustración en forma de narración breve. Más adelante pasó a conocerse como narrativa ficticia”. La alegoría nos remite a la intención “de darle imagen, visibilizar a aquello que no que es visible”. La metáfora alude al “traslado, al desplazamiento de significados con un porque poético. Y la fábula suele ser un texto “breve en prosa o en verso, en el que los personajes centrales son animales o cosas inanimadas que presentan características humanas; tiene una intención didáctica de carácter ético y universal».
La palabra fagia nos dice sobre el “comportamiento respecto de sistemas particulares de nutrición” (debería aclararse que más oportuno resulta “de comer”), incluso cuando se trata de ingestas que la llamada normalidad o sentidos socialmente mayoritarios no aceptan como comidas, aunque el antropólogo estadounidense Marvin Harris – autor entre tanta obra de “Bueno para comer: enigmas de alimentación y cultura” (1985) – señalaba que los humanos somos omnívoros; nos alimentamos con piedras (sal), ciertas repugnantes secreciones (leche) y hasta con brotes que surgen de la humedad excesiva y la pudrición (hongos). Por eso no deberíamos asustarnos por la existencia de quienes hacen un culto de tantas y tantas fagias extrañas, como la coprofagia, por ejemplo, que resulta de engullir excrementos; al fin y al cabo una suerte de adicción que a la francesa de mediados del XVII, Margarita de Alacoque, no le habría impedido ser santa, puesto que los popes de la iglesia consideraron que ingería las heces de los enfermos y menesterosos que atendía, tan solo para así mortificar su cuerpo, sin tener en cuenta seguro aquella expresión del Caribe, un óleo del costumbrismo, que para decir bobo, boludo para manifestarlo en argentino, aseveran que tal por cual es un «comemierda».
Otra de las aficiones que vienen a cuento es la bibliofagia (comer libros, revistas, y todo tipo de material impreso sobre papel) y no en sentido figurado, como alusión al lector o la lectora empedernida, sino literalmente a quienes devoran esos objetos poniendo en tensión su aparato digestivo y del gusto.
No incurriré en la ingenuidad tramposa de apelar a toda esa perorata de los párrafos anteriores, como suerte de admonición profiláctica. No: la palabrofagia remite a campos muy distantes de los referidos en las últimas líneas, pues nos instala en el no discurso de lo público; en el distanciamiento patológico de lo político respecto de la comunicación como cuestión compleja, y si se quiere omnipresente; en su vaciamiento a partir de mitos y fetiches, tales como el de las miradas metafísicas sobre las nuevas tecnologías y con ellas los nuevos modos de decir, si hasta de ser y estar, como proponen algunos.
Que la derecha, por designar en términos modernistas a las fuerzas apropiadoras y expoliadoras de la producción necesariamente social del conjunto de bienes materiales y simbólicos que pueblan el mundo, recurra a todo el dispositivo palabrofágico resulta comprensible, guarda relación lógica con su ser apropiador – si hasta hubo épocas en las que robaban (desparecían) cuerpos, los arrojaban al mar y se quedan con los hijos de esos cuerpos -, pero la cuestión a desentrañar consiste en darnos cuenta de hasta qué punto de alarma esa derecha es eficaz, tanto que han inoculado como virus la pasión por esa forma de fagia incluso, y especialmente, entre los sujetos colectivos que se plantean, dicen plantearse o proponen una alteración concreta o específica del orden expropiatorio, por ejemplo, y aquí una de la infinitas trampas palabrofágicas, al encomiar el principio de “inclusión” (que no es alteración) a un orden: ¿a qué orden, al actual?
Escrito con otras palabras: sacude por terror comprobar que, para enfrentar el desafío que implica la existencia de un gobierno devastador del país, pero ésta vez consensuado por una parte voluminosa de la sociedad y por las urnas y no impuesto a través de un golpe de Estado (caso Mauricio Macri y con su variantes en otros rincones de la nuestra región); para enfrentarlo, se incurra en los mitos y fetiches que ese mismo proyecto regresivo logró plasmar. Aterra, reitero, comprobar cada día que las técnicas de Durán Barba (uno más de los tantos expertos y asesores -antes la CIA enviaba profesores de tortura y asesinato -), son adoptadas desde la otra orilla, desde la que seguimos llamando nuestra orilla.
Y vuelvo: si nos expresamos como nuestro enemigo es porque ya ganó nuestro enemigo. Si nos convierten en palabrófagos nos dieron jaque mate; tanto supo de todo ello la burguesía cuando fue revolucionaria que no cejó hasta alumbrar a un Gustave Flaubert, quien a su vez creó a “Madame Bovary”, la señora, la novela moderna publicada primero por entregas periódicas y luego como libro, en 1857, y con la cual las clases que derrotaron al Antiguo Régimen siguen imponiendo su aparato de sentidos y estilos, hasta ahora. Sí, hasta nuestros propios días; y que Twitter, Facebook y demás no nos encandilen. Como nota al pie pero para pensarla: entre 1838 y 1840 Esteban Echeverría había escrito en Buenos Aires “El Matadero”, fundacional de nuestra literatura y de un país que aun no se definía, pero que en tanto texto ya nacía de una violación.
Y existen tendencias que justifican toda alarma, este terror. Aclarado una vez más, y no volveré sobre ello, que la preocupación no radica en lo que formula la derecha sino respecto de lo que ésta logró imponer como práctica entre quienes manifiestan enfrentarla: inquieta cuando la política habla de “gente” y no acerca de pueblo o multitud, o masas. Y cito: “estos dos conceptos jugaron un papel de fundamental importancia en la definición de las categorías político – sociales de la modernidad. Finalmente la noción de pueblo es la que prevaleció”. Para Spinoza “el concepto de multitud indica una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, sin desvanecerse; es la base, el fundamento de las libertades civiles”. Sin embargo ya en los albores de la Modernidad se impuso el concepto restringido de Hobbes – a gusto por supuesto de las burguesías contra el tumulto plebeyo -, para quien lo decisivo es “el pueblo” en tanto “monopolio de la decisión política que es el Estado (…). La multitud contemporánea tiene como marco la crisis de la subdivisión de la experiencia humana en ‘trabajo’, ‘acción política’ e ‘intelecto’ (…). El trabajo llamado postfordista absorbió muchas características típicas de la ‘acción política’. Y esta fusión entre ‘política’ y ‘trabajo’ constituye un rasgo fisonómico clave de la multitud contemporánea”, lo que explica “por qué la multitud postfordista es una multitud ‘despolitizada’”.
Las citas pertenecen a Paolo Virno en su “Gramática de la multitud” y pueden orientarnos como pocas otras reflexiones para establecer un diagnostico y proponer una agenda minimalista: quienes mejor estudiaron estas fenomenologías, sin intoxicarse con las vulgaridades teóricas acerca del postmodernismo y la liquidez de la trama social, cultural y política, sino que construyeron ideología sobre la base de esos mismos mitos, fueron los centros académicos hegemónicos, proveedores de modelos y asesores al universo trazado entre las corporaciones de la “política profesional” y la concentración mediática. De allí salieron las simplificaciones chapuceras de “cambiemos” – por derecha explícita – y “podemos” – con aires de progresismo -, por citar dos ejemplos visibles, la utilización filistea o al menos chapuceras de verbos en tanto acciones sin cuerpos ni contextos; entre los cuales sin dudas ocupan un cuadro de honor el “empoderar” (¿progresista?) y demás derivaciones, como se surca el mar cuando la nave bordea el viento, como “timbrear”, “tuitear” y etcéteras varias, que los dueños del poder le están inculcando como verdades a sus dominados, en un caso o versión maléfica de la dialéctica hegeliana entre el amo y el esclavo.
Y entre tantos papeles recordemos a Giovanni Sartori y a su homo videns, que se caracteriza “por privilegiar el sentido de la vista como medio de formación e información. Su principal instrumento de aprendizaje es la televisión. El mundo que cuenta para él es el que muestra la pantalla o aparece en el ciberespacio, es decir, en el espacio virtual creado por la cibernética. Construye su identidad y diseña su comportamiento con arreglo a los estereotipos forjados por los medios audiovisuales en la era digital”.
Y la agenda minimalista: pensar, no sin desafío ni dudas, -pues de eso se trata la curiosidad y el conocimiento frente a las certeza del dominador- en cómo recuperar desde el hoy a Baruch Spinoza, contando para ello con la batería de herramientas (y necesidades) que impone el Siglo XXI.
El disloque de la lógica y de la ética, no ésta como moral sino como sistema, que propugna la derecha ha expandido la fruición palabrófoga hasta otras expresiones de nuestro decir político –una vez más para que pensemos y digamos como nuestro amo -, tal cual es el caso de “hay que jugar, que fulanito o fulanita de tal “juega” en estas elecciones y apuesta a, ni importa ya a qué, pero por supuesto aceptando el código de “cuál es la mía”, una suerte callejera de denominar al “salario”, venga de donde venga, de maldito profesional de la política.
Y recuerdo que la lotería, el seguro y las inversiones financieras en sentido contemporáneo fueron creaciones simultáneas en los cafés y las calles de Londres, entre comerciantes de toda estirpe, banqueros informales y tahúres, entre fines del XVII y principios del XVIII, pero anotando que, en 1569, Isabel I de Inglaterra, creo una primera lotería con 40.000 billetes de 10 chelines para un premio de 5.000 libras, gigantesco para ese entonces. El sorteo ofrecía además una carta que decía «queda libre de la cárcel» ante eventuales delitos, salvo homicidio, traición o piratería (Londres entregaba patentes de corso a sus propios piratas así legalizados, como al legendario acosador del oro de los Habsburgo, Francis Drake).
Nunca tan apropiada parece la palabra timba para denominar el mundo financiero en la Argentina y en el mundo de hoy, aunque bien vale la pena otro recuerdo: la Bolsa de la capital británica data 1570 y sus corredores – apostadores se reunían en el recordado café Jonathan’s Coffee-House, y que mucho pero mucho antes que Isabel, los primeros rastros de la famosa lotería se encuentran en los “billetes Keno” de la dinastía china Han, entre el 205 y el 187 a. C. con los que se financiaron guerras y la Gran Muralla.
Y ya que estamos, para Sigmund Freud, a través del juego el niño consigue dominar los acontecimientos, pasando de una actitud pasiva a intentar controlar la realidad. Al igual que sucede en el sueño, el juego manifiesta al menos dos procesos: la realización de deseos inconscientes reprimidos y la angustia que producen las experiencias de la vida misma. Y para el brillante Giorgio Agamben, el pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse a través del juego: lo sagrado y el juego como actividad lúdica más que como apuesta están estrechamente conectados. La mayor parte de los juegos que conocemos derivan de antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias; así la ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar a la pelota en sus diversas modalidades reproduce la lucha divina por el dominio del sol. Los juegos de azar derivan de prácticas oraculares. El ya pasado de moda trompo y el tablero de ajedrez se iniciaron como instrumentos adivinatorios.
Nada de todo esto pasa por la cabeza de los políticos profesionales que se establecieron como paradigma heredado de la dictadura 1976-1983, y como consecuencia de la “desaparición” del militante, aunque muchos vociferen en contrario. Sí deberíamos interrogarnos acerca de la simbología que encierran los video juegas y otras variantes de nuestra época, antes de lo que casi ya es presente: sean utilizados por los palabrofágos como látigos cibernéticos de dominación.
Y para comenzar con el cierre de este texto. En Roma, el Derecho Natural (Ius naturale) era aquel que le correspondía al Hombre por ser hombre, por la naturaleza. El Derecho de Gentes (Ius Gentium) el que se le reconocía a todos, pero era limitado respecto de Derecho Civil (Ius Civile), que pertenecía solo a los ciudadanos romanos. ¿A que querrán referirse “los políticos” y los medios cuando hablan de “gente”? Es muy probable que no tengan en mente ninguna de estas reflexiones, que a nadie se le puede ocurrir como exactas, aunque sí como pertinentes en tanto posibilidad de pensamiento crítico.
Por supuesto: pensar en esos términos está prohibido en el planeta de los palabrófagos y las palabrófagas.
(*) El autor es periodista y escritor. Director de AgePeBa. Doctor en Comunicación por la UNLP. Profesor titular de la Cátedra (II) de Historia del Siglo XX en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.