“Después de un año de mentiras, es necesario pensar la verdad”, reflexiona la decana de la facultad de Periodismo de la UNLP y agrega: “Ante la banal definición de la posverdad: ¿Qué es la verdad cuando poco importa la mentira? ¿Qué consecuencias tiene el hecho de que los límites entre una y otra se desdibujen de tal forma como nunca sucedió en la historia? ¿Por qué algunos movimientos políticos tienen verdad y otros solo mentira?”
Por Florencia Saintout (*) / A lo largo de siglos el poder de dominio en Occidente ha construido la verdad por dos caminos que confluyen. Por un lado, se ha encargado de quitar la historia: sus luchas, sus desesperaciones y anhelos; la euforia ciega de los vencedores; el hormigueo incesante de los vencidos. La verdad, sin la densidad de la historia, se vuelve plana. Se presenta como engendro pero solo de la naturaleza. Es una verdad que se dice y se vive como natural. Como sentido común que no se cuestiona ni se ve porque es desde allí desde donde se ve.
Por otro lado, a la verdad se le quita lenguaje. Sin lenguaje que tense lo real, que asome y se recueste sobre él, que combata, se crea la fabulosa verdad de que lo real es en sí mismo. Sin mediación alguna ni residuo posible. Es lo que es y se presenta sin fisuras. Salvaje. No hay ni interpretación ni diferencia ni escape. La verdad así tiene el carácter del totalitarismo.
De estos modos Occidente fue creando una cultura, una verdad que no se cuestiona. Unos tienen verdad (los blancos adultos y machos); otros no tienen ni historia ni lenguaje. Y se van consolidando ciertos mitos racistas, patriarcales y clasistas que se transmiten de generación en generación sin discutir. El antropólogo Alejandro Grimson viene trabajando desde hace unos años en la recopilación de algunos de ellos: “las mujeres cuando tienen poder son brujas” (y todos saben qué se hace con las brujas); “las mujeres cuando dicen que no, es que quieren decir que sí”; “no la violaría porque es fea”; “los indios son ladinos”; “los bolivianos hablan poco porque tienen la cultura del silencio”; “es deseable la igualdad de oportunidades” (en lugar de la igualdad de posiciones); “la desigualdad es natural”; “la Argentina es un país europeo”; “los pobres no razonan y se exceden; se mueven por el choripán y la coca”; “el sur está abajo”. En fin… “nacimos así los unos y los otros y así es nuestra naturaleza: inmodificable”.
El neoliberalismo, como una etapa del proyecto civilizatorio de Occidente, retoma estas verdades, las asume y las moldea a su tiempo dándole formas más y menos nuevas. Afirma: “la historia se ha terminado, sus estructuras y movimientos; ya no hay sujetos, hay individuos que se salvan como pueden; el Estado es bobo; los colectivos se fueron a sus casas a ver la televisión”. Todo esto con una maquinaria comunicacional infinita que muestra día a día la legitimidad unos ciertos prototipos físicos, de los dueños y patrones, y la ilegitimidad (incluso para vivir) de los no blancos, pobres, luchadores, no machos. Uno de los mitos más contundentes del neoliberalismo es la afirmación de que ya no hay sociedad, sino individuos. Que nos hemos transformado en consumidores: consume el que puede, y el que no puede formará parte del desperdicio que se acumula como basura en los bordes del mundo. Esa es la única realidad posible, por lo tanto en este esquema, la única verdad o la verdad única. Lo que se complementa con una falsa paradoja que reconfirma la definición totalitaria. Y es aquella que convoca al reino de la diversidad dentro del mercado, en la que hay fragmentos equivalentes y sueltos por doquier. “Cada uno con su verdad”, en aparente respeto pero con clara indiferencia y negación de un hecho clave, que es que no todas las verdades valen lo mismo ni hablan tan alto porque están atravesadas de desiguales relaciones de poder. Así la única diversidad realmente tolerada es la del mercado y sus objetos de consumo.
Sin embargo, en el cruce de siglos, asistimos a la emergencia de otras verdades. Néstor Kirchner en la Argentina, por ejemplo, comenzó su gobierno interpelando aquel orden de lo real que parecía estar condenando a la inexistencia. Aquel orden que había palpitado de maneras desesperadas, dramáticamente, y que había sido acallado. El escuchó. No describió sino que interpeló. Convocó y nombró aquello que existía pero estaba invisibilizado. Sin palabra y sin historia. Como escribió Lacan en ese texto maravilloso, El estadio del espejo, hay alguien que desde un cierto poder interpela. Que llama a lo que son pedazos, partes desarticuladas para enlazarlas. Dice: “Acá estas vos; este sos vos”. Al que aun no es del todo pero que está. Lo nombra/lo llama a ser. Y en la respuesta profunda, de doble mirada y de tiempos infinitos e inciertos, acontece un nuevo sujeto. Con angustia y júbilo.
El kirchnerismo, como lo hacen otros movimientos populares en la región, repone historia y lenguaje a la verdad. Por lo tanto se producen dos efectos ligados entre sí. El primero, es que emerge una nueva verdad de lo silenciado, desechado. El segundo efecto es que la verdad se hace relativa y plural. Ya no hay una verdad sino múltiples. Hay otro/s. Y no en una cadena de equivalencias o fragmentaciones posmodernas desarticuladas, sino que la pluralidad de la verdad se constituye en las luchas de poder que ahora aparecen evidenciadas. Lo real está, pero no es descripto desde afuera sino que está atravesado por el barro del lenguaje y el poder.
Así la verdad está en relación con lo real; es una totalidad abierta y abigarrada. Importa la verdad pero de otro modo.
En cambio, para lo que para simplificar vamos a llamar macrismo, la verdad poco importa. Y no es que se desconoce sino que simplemente no importa. El cinismo es eso: saber de la verdad y mentir sabiendo que se miente. No es que hay interpretación, exceso de lenguaje, lucha, o cualquier otra cosa. Lo que hay es negación de la verdad con conciencia de ello. Y lo hacen con el aparato mediático más poderoso de la historia por su carácter oligopólico y transnacional. Lo que produce un infernal acto de violencia.
Puede ser que algunos hayan votado a este gobierno sin saber qué votaban. Por supuesto que sí. Pero lo que ha quedado claro es que los dirigentes de Cambiemos sabían y saben perfectamente que mintieron. Que son lo que esconden y que para ganar las elecciones tenían que mentir; y que para seguir tienen que seguir mintiendo. Aunque como con el escorpión (metáfora retomada por Rubén Dri), hay un veneno que no pueden contener. Tarde o temprano, pican. Y a pesar de las mentiras hay que saber también que tarde o temprano lo real emerge en su espesura, convocado por el lenguaje y la historia, renaciendo de lo que ha sido y re/creado en formas nuevas.
(*) Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación – Universidad Nacional de La Plata.