El oleoducto Dakota Access Pipeline, cruza Dakota del Norte, Dakota del Sur, Iowa, y llega hasta Illinois. Es un caño de 3. 700 millones de dólares que prevé mover unos 470.000 barriles diarios de petróleo. Energy Partners, la empresa que lidera el proyecto, tenía todo encaminado. Pero, tras meses de resistencia de tribus indígenas, a las que se sumaron ambientalistas y veteranos de guerra, Obama tuvo que darle marcha atrás. Donald Trump quiere que la obra se retome. Rondará otra vez la sobra heroica de Caballo Loco, el líder sioux que se le plantó al general Custer, una especia de milico maleante que aquí bien podría haber servido a Julio A. Roca, el genocida del pueblo ranquel.
Caballo Loco o Tasunka Witko en lengua sioux vivió entre 1840 y 1877. Fue el carismático jefe de los Sioux Oglala. Cuando el ejército de Estados Unidos invadió el territorio indígena de las llanuras centrales, para expandir las fronteras productivas del Este, Caballo Loco, Toro Sentado y Nube Roja integraron una alianza con otros pueblos para combatir a los invasores. Fue un gran estratega, seguido por su pueblo y derrotó al ejército invasor en la batalla de Fetterman, 1866. Loa buscadores de oro, cazadores de búfalos y las empresas que soñaban con el ferrocarril y la ocupación del Oeste estimulaban la guerra. Washington propuso un tratado de paz mentiroso, que Caballo Loco denunció. Para someterlo a éste y otros pueblos situados fuera de los límites, el gobierno de “los ara pálidas” lanzó un ofensiva en 1876, con las masacres de Rosebud River y Little Big Horn (1876), en la que moriría el famoso general George Armstrong Custer, el enviado a encabezar la represión. Finalmente Caballo Loco debió rendirse y fue confinado en Fort Robinson; pocos días después, el 5 de septiembre de 1877, fue salvajemente asesinado a bayonetazos.
Ya en nuestros días. «El oleoducto es la serpiente negra», explica Wanbli Mani, 47 años, miembro de los Lakota. «Estamos tratando de proteger a la Madre Tierra», continúa, parado cerca de una fogata, el «Fuego Sagrado», en el medio de un campamento que ha reunido a miles de personas de Estados Unidos y otros países detrás de un mismo fin: impedir la construcción de ese oleoducto, un tubo de acero de casi 1.900 kilómetros.
La disputa surgió por la ruta original del oleoducto: una línea bajo tierra que pasa por al lado de una reserva indígena sioux, Standing Rock, en Dakota del Norte, y cruza el lago Oahe, a lo largo del Missouri.
Para los indígenas, es tierra sagrada. Sus ancestros, dicen, están enterrados en esas praderas, y además temen que un derrame de petróleo contamine las aguas del río Missouri, que alimenta su reserva. «El agua es vida», es su mensaje, en boca de la gente, pintadas en el campamento, gorros de lana y una etiqueta en Twitter, #WaterIsLife.
Para las tribus reunidas en Standing Rock, la resistencia es un nuevo capítulo en su lucha de 500 años por defender su territorio. Para otros, es el nacimiento de una nueva coalición ambientalista, otro eslabón en la cadena de movimientos sociales que han tallado la historia de los Estados Unidos.
Todo puede volver a foja cero: el presidente electo, Donald Trump, ha respaldado la obra. Trump tenía acciones en Energy Partners (su equipo dijo que las vendió), y el CEO de la compañía, Kelcy Warren, donó 103.000 dólares a su campaña.
El campamento de Standing Rock, pegado a la reserva, es un pequeño pueblo con calles donde se ven autos, camionetas y caballos, carpas, baños portátiles, paneles solares, varias carpas militares verdes y carpas de campaña con «cocinas», un centro médico y personas construyendo casas de madera. Nació en abril, cuando un grupo de sioux de la reserva comenzó la resistencia. Hay hombres, mujeres y niños, familias enteras, jóvenes y ancianos. No hay alcohol, armas o drogas. Los indígenas rezan y hacen ceremonias todos los días.
«Somos protectores del agua, no hemos sido agresores», sostiene John Bigelow, el hombre que hace de enlace entre la prensa y el Consejo de los Siete Fuegos, el máximo órgano político de los sioux. La última vez que se reunió fue hace 140 años. «Esto es histórico», apunta Bigelow, cuyo nombre indígena es Niño Búfalo Blanco.
Hay más de 300 tribus reunidas, de los Estados Unidos, Canadá, Australia y América del Sur. Sus banderas decoran la calle central del campamento. También viven allí activistas, voluntarios, médicos, clérigos y un pequeño ejército de veteranos, que llegó a proteger a la gente luego de una represión de la policía local con camiones hidrantes, gas lacrimógeno y balas de goma en medio del frío invernal, consigna una nota publicada por La Nación esta semana.
Sean Mercer, 43 años, dejó a sus dos hijas con la familia de su mujer, Molly, en Maine. Ambos viajaron a Standing Rock. Sean es granjero y maestro, pero en el campamento es obrero: ayuda a construir una de las barracas de madera para los veteranos de guerra que llegaron desde todo el país, en auto, avión o autobuses.
«Esto es mucho más que un oleoducto», afirma. Mercer habla del genocidio de los pueblos indígenas, de «la avaricia de las corporaciones que están destruyendo la Tierra», y del simbolismo que ha cobrado Standing Rock. «Todos los eventos de la historia están confluyendo acá, en un momento en la historia donde esta lucha representa una lucha más grande», sentencia.
Como era de esperar, aunque casi siempre al final resulte falso, Energy Transfer Partners ha garantizado que el proyecto es seguro. La empresa reaccionó con virulencia al freno del gobierno federal. Dijo que era una «decisión política» que rompía con el imperio de la ley y los permisos ya otorgados. Por ahora, la construcción está detenida, a la espera de que Trump revierta la decisión, o se defina un nuevo trayecto para el oleoducto.