Para el titular de la cátedra »Nuestra América» de la Universidad de La Habana (UH),Jorge Hernández, la disputa por conquistar el control de la Casa Blanca está marcada por la profunda crisis cultural que define a la sociedad estadounidense durante los últimos treinta años. Lo que reflejan las Administraciones de turno son intereses pasajeros, consustanciales a gobiernos temporales, en los que se manifiestan posturas de éste o aquel partido. Pero hay algo trascendente, que vendría a ser el interés permanente, esencial, del imperialismo, del sistema.
Por Jorge Petinaud Martínez (*) / No debe perderse de vista que la llamada Revolución Conservadora que se desplegó a partir de la década de 1980, con el doble gobierno republicano de Ronald Reagan y con la Administración de George Bush padre, significó el inicio de un proceso de agotamiento del liberalismo tradicional en ese país, y conllevó una quiebra del proyecto de nación que se estableció en los años de 1930, cuando el gobierno demócrata y liberal de Franklin Delano Roossevelt impulsó lo que se conoció como el Nuevo Trato o New Deal, afirmó. Así lo analizó el profesor e investigador titular, sociólogo y politólogo del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre la potencia del norte de la UH.
Desde entonces, explicó, a pesar de esa quiebra, no ha aparecido un proyecto nacional sustitutivo perdurable. Lo que cristalizó con la citada Revolución Conservadora fue un proyecto económico de naturaleza neoliberal, que procuraba reducir el papel del Estado e impulsar el mercado, retomado a inicios del presente siglo, en el decenio del 2000, con la doble etapa republicana de George W. Bush.
El agotamiento de esa etapa, que evidenció los límites del proyecto conservador y conllevó gran insatisfacción y rechazo en la sociedad estadounidense, dijo, constituyó mucho más que una crisis política: se trataba de una ratificación de la crisis cultural iniciada en los años de 1980, la cual quedó como sumergida durante la década de 1990, en que con los dos mandatos demócratas de Clinton pareció reverdecer el liberalismo, sin conseguirlo.
Desde este punto de vista, Estados Unidos puede considerarse hoy como una nación en la que prevalece el pensamiento conservador, aunque se trate de mantener el mito de que es la cuna y el símbolo del liberalismo político, aclaró Hernández.
Subrayó que las elecciones de 2008, que hicieron posible llegara a la Casa Blanca un hombre de piel negra, se explica en buena medida por ese telón de fondo, por la crisis cultural. Y de alguna manera, ese contexto se repite hoy, ante la contienda presidencial de 2016, en cuyo desarrollo afloraron figuras anti-sistema, como la de Sanders, entre los demócratas, y la de Trump, entre los republicanos.
Esa tendencia estaba prefigurada con la aparición hace unos pocos años del movimiento Occupy Wall Street y el Tea Party. Y es ese mismo entorno el que explicaría que una mujer -fenómeno sin precedentes, como el de Obama en 2008- sea candidata a la presidencia.
A la vez, opina el académico, el hecho de que la campaña se haya caracterizado por ser, según coinciden analistas de las más diversas latitudes, afiliaciones ideológicas y compromisos políticos, la más sucia de la historia de los procesos electorales en ese país, debe comprenderse en ese contexto.
Se trata de un marco de confluencia de diversas crisis: de credibilidad, de confianza, de moral, de legitimidad, ideológica y política.
En resumen: una verdadera crisis cultural. El proyecto de nación de Estados Unidos hizo crisis hace unos años, que persiste y se profundiza; y no aparece un nuevo proyecto. Ni los partidos ni sus candidatos ofrecen propuestas serias en tal sentido.
¿Qué implicaciones pudiera tener para América Latina la victoria de una u otro aspirante?
En realidad, aunque es relevante la pertenencia partidista de una u otra figura (no hubiera sido lo mismo, está claro, si en vez de Obama, el presidente electo en 2008 y reelecto en 2012 hubiese sido McCain), en Estados Unidos existe, opera, lo que se podría denominar algo así como la razón de Estado, la raison d´Etat.
O sea, lo que reflejan las Administraciones de turno son intereses pasajeros, consustanciales a gobiernos temporales, en los que se manifiestan posturas de éste o aquel partido. Pero hay algo trascendente, que vendría a ser el interés permanente, esencial, del imperialismo, del sistema.
Se trata del interés del Estado, esa estructura institucional, clasista, que perdura como emblema de la dominación imperialista. Bajo esta óptica, la mirada norteamericana hacia América Latina tiene que ver con esto último.
América Latina ha ocupado siempre un lugar especial en la escala de intereses y prioridades de Estados Unidos, aunque se exprese de diferente modo. Un historiador y latinoamericanista de ese país, Lars Schoultz, suele afirmar que tres han sido los objetivos e intereses norteamericanos con respecto a América Latina: los simbólicos, relacionados con su significación para la política doméstica estadounidense; los económicos, asociados a lo que representan las materias primas, las posibilidades para la inversión y el comercio; los estratégicos-geopolíticos, derivados de la ubicación geográfica de América Latina, en el vecindario inmediato del Coloso del Norte, y dadas sus características, muy visibles en países como, por ejemplo, México, Panamá, Colombia, Cuba.
Desde este punto de vista, no habría grandes, esenciales diferencias en el tratamiento o enfoque que se dedique a la política latinoamericana de Estados Unidos, con un gobierno demócrata o uno republicano. Cambiarán, desde luego, los énfasis, los acentos, los métodos.
La integración, pongamos por caso, entendida desde las iniciativas latinoamericanas, es un proceso a obstaculizar por parte de Estados Unidos: la CELAC, el ALBA, UNASUR. Esa unidad es algo a debilitar, destruir, por parte de cualquier Administración norteamericana.
Los esquemas de integración que Estados Unidos ve con buenos ojos son aquellos como los inspirados en los Tratados de Libre Comercio, en lo que fue el fracasado ALCA, o en la actualidad, aquellos conformados por los llamados Mega Acuerdos, como el Transpacífico y la Alianza del Pacífico, en los que se trata de cubrir los objetivos e intereses imperiales.
Y naturalmente, tanto la integración que quisiera promover Estados Unidos, como la que trata de destruir o debilitar, son proyectos integrales, no sólo económicos. Llevan consigo dimensiones políticas, culturales, estratégicas.
De ahí la importancia de atender, seguir, evaluar, las propuestas que puedan formular y sobre todo, llevar a cabo, los demócratas o los republicanos. No se puede identificar la retórica discursiva y electoral con la política real.
Así, por ejemplo, estaría por ver en el caso de que Trump fuera electo presidente, si actuaría con respecto a México y los Tratados de Libre Comercio tal como se ha proyectado verbalmente.
Recuérdese que Obama, por ejemplo, hizo promesas en la campaña de 2008 que no cumplió, como la realización de una reforma migratoria integral y otra energética. Dijo que cerraría la prisión radicada en la base naval en Guantánamo, y tampoco avanzó en tal sentido.
Como regla, el discurso y el decurso de los hechos, no coinciden en la política norteamericana.
Según las expresiones de los candidatos en la campaña, desde el punto de vista de la economía, ¿qué sectores de Estados Unidos podrían beneficiarse con la elección de uno u otro aspirante a la presidencia?
Es difícil precisar con detalles tales sectores, digamos, si se habla de la relación de Estados Unidos con Cuba. En cualquier escenario, estarán presentes los intereses de los sectores empresariales relacionados con determinadas esferas de la industria, el comercio, el turismo, que se verían beneficiados con los espacios o posibilidades de la inversión extranjera en Cuba; también los sectores agrícolas, vinculados a la producción y venta, por ejemplo, de arroz, cereales, bebidas. La ciudadanía estadounidense, interesada en viajar a la isla, y en estancias turísticas. Ese conjunto tendrá representación tanto entre los republicanos como entre los demócratas.
Recuérdese que Cuba es un mercado natural para Estados Unidos, situado en la mayor cercanía a ese país, que es un área de interés por diversas razones. La comunidad cubana asentada allí es un sector con intereses específicos, pero nada desdeñables.
Si uno se basara en los pronunciamientos de Clinton y Trump, sería lógico pensar que ella daría continuidad a la política inaugurada por Obama; que actuaría con mayor pragmatismo, tratando de llevar adelante la política en curso, orientada a una presumible normalización.
No obstante, hasta determinado momento de la campaña, Trump se manifestaba con su afiliación libertaria, dispuesto a no entrometerse en las intenciones de empresarios de invertir en Cuba, de los ciudadanos en ir como turistas, de ciertos negocios en comerciar con la Isla. Pareciera que endureció su discurso al respecto con el interés de atraer a electores de la Florida.
Si la política de Obama hacia Cuba, más que reflejar intereses de su gobierno, representara los del Estado, en tal caso, con Clinton o aun con Trump, es esperable que prosiga la línea vigente y que no se intente revertir ese proceso.
¿Cuál es su interpretación de la más reciente directiva del mandatario estadounidense, Barack Obama, en relación con Cuba?
Estados Unidos no desea en Cuba, como afirman sus funcionarios e ideólogos, una Revolución reformada; quieren una Revolución arrodillada.
La directiva presidencial emitida por Obama el 14 de octubre se ha valorado como la última señal significativa de su Administración en el camino de seguir el proceso de restablecimiento de relaciones bilaterales, encaminado hacia una eventual normalización.
Consistió, como se sabe, en el anuncio del quinto paquete de medidas de Obama para Cuba, que incluye que puedan comercializarse en Estados Unidos ciertos productos farmacéuticos cubanos.
La intención es el esfuerzo por consolidar los cambios iniciados el 17 de diciembre de 2014 y, acudiendo a sus palabras, por ‘incentivar el desarrollo de un socio en la región que sea capaz de trabajar con los Estados Unidos para confrontar desafíos regionales, tales como el cambio climático, las enfermedades y las transacciones ilícitas’.
En esencia viene a ser, en nuestra opinión, un paso de más de lo mismo, en el camino referido. Obama reitera que el cambio de política se fundamenta en el reconocimiento del fracaso de las políticas aplicadas antes, que no han podido destruir a la Revolución, ni han conseguido aislarla, quedando en cambio Estados Unidos más aislado.
Sin embargo, la reciente Directiva Presidencial no disimula que el propósito estratégico del gobierno estadounidense es cambiar el orden constitucional en Cuba, es decir, lograr el ‘cambio de régimen’.
Washington apela, de nuevo, al empleo de los métodos del llamado poder inteligente, el Smart Power, más que a los instrumentos de poder duro, los que, sin embargo, no se desestiman ni abandonan la escena.
Es a través de la influencia ideológica, de los contactos culturales, de la pretensión, como se afirma, de ‘empoderar’ a la sociedad civil cubana, de estimular en los denominados ‘emprendedores’ conductas que se alejen y contrapongan a los objetivos, valores y principios del socialismo cubano, como se persigue desnaturalizar el socialismo de la Revolución Cubana.
Washington no desea en Cuba, como afirman sus funcionarios e ideólogos, una Revolución reformada; quieren una Revolución arrodillada, reiteró el politólogo.
(*) Texto publicado por la agencia Prensa Latina.