Por Carlos Ciappina / Cada 12 de octubre se rememora un nuevo aniversario de la llegada de Cristóbal Colón a las islas del Caribe en América Central, lo que significó para esa época una situación extraordinaria: un continente completo desde el Ártico hasta la Antártida del cual no tenían registro los europeos, tampoco los japoneses y los chinos, los grandes centros económicos del mundo en ese entonces.
En ese continente de enormes proporciones habitaban millones de personas (los cálculos más ajustados mencionan entre 70 y 80 millones) en una diversidad de culturas, lenguas y modos de vida que puede apenas vislumbrarse señalando que había unas mil lenguas originarias diferentes en Nuestra América a la llegada europea.
Una sola cosa en común tenían las maravillosas y diversas culturas americanas (de las que las actuales culturas originarias son descendientes, pues no olvidemos el hecho de que los pueblos originarios son presente y no pasado): desconocían el capitalismo, sus prácticas, sus modos y sobre todo sus necesidades materiales de apropiación y saqueo. No eran sociedades idílicas, pues eran humanas, pero eran sociedades y culturas que seguían patrones de utilización de los recursos naturales que compatibilizaban con las necesidades sociales, modos de utilización de los recursos que se basaban en complejas modalidades de reciprocidad que habían permitido un crecimiento poblacional continuo y equilibrado.
La historia tradicional está repleta de nombres y hechos que enfatizan las cualidades navieras de Colón, los intereses de la Iglesia católica de la época, los trayectos y nombres de los conquistadores, el “intercambio de culturas”, la obra “civilizadora” de España y Portugal en América Latina y de Inglaterra en América del Norte.
Pero la historia tradicional deja en las sombras, oculto, el hecho central que produce Cristóbal Colón con su viaje: el capitalismo europeo es el que “descubre” América.
Durante trescientos años (desde Las Cruzadas) los fastuosos principados del Mediterráneo, sobre todo Génova y Venecia, habían tenido el monopolio del comercio de especies, seda y metales desde el Imperio Chino y la India. Un comercio fabulosamente rentable por las enormes diferencias entre su precio en origen y su venta al menudeo en Europa. Ese capitalismo mercantil pagó el fastuoso desarrollo de las ciudades Italianas del Humanismo y el Renacimiento, los palacios, las iglesias, el arte, la ciencia y, por supuesto, el amor de los mercaderes por más oro y riquezas.
La caída de Constantinopla en 1453 (pasaje obligado a Oriente) desesperó a los mercaderes europeos, que comenzaron a buscar rutas alternativas para continuar con el negocio. Colón no fue el único (portugueses, holandeses e ingleses se sumaron a la exploración de una nueva ruta por África), pero sí fue el único que propuso lo imposible: ir a la China y Japón por el Oeste. Nadie lo creyó posible, quizás porque todas las cortes tenían geógrafos que sabían exactamente que la tierra era redonda y enorme y no había forma de llegar a la China y Japón en un viaje de más de seis meses de duración. Los sabios españoles señalaron lo mismo, pero por alguna razón la reina Isabel aceptó ese proyecto imposible (quizás porque Colón tenía alguna data concreta y oculta de que había tierra más cerca de lo que se sabía). Colón fue el único que se lanzó decidido hacia el occidente, algo que todos los demás (con razón) consideraban una locura.
Así, con Colón (un mercader genovés, nunca olvidemos esto) arriba a las costas americanas el capitalismo europeo. A partir del 12 de octubre de 1492 se descargan sobre América y sus habitantes todas las prácticas que el capitalismo comercial europeo había desarrollado: la propiedad privada de la tierra (desconocida en América), la renta individual (desconocida en América), la explotación de la naturaleza con fines de renta individual (oro, plata, bienes preciosos), la concepción de la naturaleza como un bien “apropiable” sin limitación alguna, la negación de toda otra cultura que no fuera la que se asentaba en los patrones europeos, el fundamentalismo religioso católico que consideraba las cosmovisiones indígenas como obra del demonio, y el concepto de que el trabajo humano podía valorarse en términos económicos para mejor producir bienes (dicho de otro modo, que las personas podían venderse y comprarse como esclavos o que podía comprarse su tiempo como trabajadores).
Comenzó así uno de los procesos más destructivos (sino el más destructivo) de toda la historia humana: había que ubicar las minas de oro y de plata y extraer todo lo que se pudiera con mano de obra esclava o con mano de obra indígena; había que ocupar la tierra y distribuirla entre terratenientes españoles (y luego criollos); había que construir nuevas ciudades en América y destruir las antiguas ciudades de las culturas originarias; había que establecer relaciones sociales basadas en la búsqueda de lucro individual en sociedades que no lo conocían.
Trabajar en las minas hasta morir, perder las tierras que siempre habían compartido, ver destruir sus ciudades y templos, cambiar de religión, de lengua. Todo esto lo exigió el capital, y como los pueblos originarios no estuvieron dispuestos a perder su mundo de buena manera, las potencias europeas desplegaron toda su barbarie destructora por las armas, la tortura y la imposición social, cultural y religiosa.
¿Las cifras de este desastre no planificado? Decenas de millones de muertos (las cifras oscilan entre 50 o 60 millones de indígenas muertos por la espada, el trabajo a destajo y las enfermedades europeas) en los primeros dos siglos de conquista. Ocho millones de muertos sólo en las minas de Potosí, para que España se pudiera llevar la plata del cerro y pagar los lujos de la corte, el arte y los ejércitos que peleaban por la hegemonía europea. El territorio actual de México pasó de 25.000.000 de habitantes en 1520 a 1.500.000 un siglo después. En el Caribe, para fines del siglo XVI, no quedaban indígenas vivos, por lo que comenzó otro proceso capitalista: el ingreso de esclavos negros africanos. Quince millones de esclavos llegaron a América durante el período colonial, otros quince millones murieron en la travesía desde el África. El “descubrimiento” de América por el capital también fue una tragedia para las poblaciones africanas.
Además de la muerte, la destrucción de civilizaciones completas, la desaparición de ciudades, templos, libros y obras de arte, idiomas, esculturas, ritos, cosmologías y saberes científicos y ancestrales que las civilizaciones originarias poseían, junto a las culturas africanas, el capital europeo destruyó para mejor extraer los recursos americanos. Los relatos de los propios invasores describen la profundidad del desastre civilizatorio: los europeos llegaban a pueblos semidesiertos por la presencia de la viruela y la gripe (que llegaban antes que ellos); sobre esos pueblos establecían las formas de trabajo a destajo para la extracción de oro y plata, profundizando la muerte y la huida, y, cuando no quedaban poblaciones originarias, importaban esclavos africanos para trabajar la tierra.
Sólo las grandes concentraciones poblacionales de las civilización maya, azteca e inca lograron mantener un mínimo de población (un 10% en cada caso) y aún los pueblos de las zonas alejadas del oro y la plata por razones naturales (Amazonia, Patagonia) lograron sobrevivir. Para el resto de los pueblos originarios fue la casi completa desaparición o su desplazamiento a zonas y regiones de penuria.
Resulta absolutamente inexplicable que aun hoy se siga “celebrando” el 12 de octubre en varios países de nuestra América. Resulta terriblemente egoísta que no se utilice este día de luto y dolor para los pueblos originarios y africanos, para visibilizar y hacer reconocer en las nuevas generaciones latinoamericanas las terribles experiencia de los pueblos de nuestras naciones bajo el yugo del capital que introdujo Cristóbal Colón.
También resulta imprescindible aprovechar el 12 de octubre para preguntarnos cuánto de la conquista sigue aun hoy vigente en el trato que las repúblicas latinoamericanas de la post independencia le han dado a los pueblos originarios y afrodescendientes; preguntarnos por los modos en que el capital (con sus nuevas formas globales y neoliberales) profundiza y continúa la conquista y la imposición sobre todos los pueblos latinoamericanos (originarios, mestizos, criollos, afrodescendientes) hoy.
El 12 de octubre es, como toda la historia latinoamericana, ayer y hoy, pues su efectos y continuidades siguen destruyendo y posponiendo las posibilidades emancipatorias de nuestras sociedades.