Sé que mi escritora preferida no se pondrá celosa. Nada de caldos insípidos y sí con un Malbec de Lucy y su marido.
Por Víctor Ego Ducrot / Chupaos esa mandarina!, la criolla que ya quedan menos pues en nombre ddiversidad frutera ahora nos someten a ciertas especies que no son tan sabrosas, ni por asomo, y para colmo de males, da más laburo pelarlas que escribir estas humildes letras para vosotros. Y exclamé porque piantó el invierno, esa estación del año que, dicen erróneamente, es la propicia para las sopas: pues que no, en primavera y otoño, hasta en la canícula de nuestro enero son fina galanura sobre las mesas: para esos están las sopas frías, como el gazpacho de los ibéricos que la parlan en castiza.
Para recibir a la primavera pergeñé una de menudos de pollo en vino Malbec y con cuantas verdurillas dio la naturaleza de mi verdulería preferida, con, luego y ya hirviente, hebras de quesos azules y parmesanos, y pimienta molida con ganas, presencia y decisión. A mi escritora preferida la deleitó y ello para mí es suficiente agasajo, así que descorché otro Malbec, este de Ruttini, ¡mama mía, qué finoli!; pero resulta ser que en el supermercado que mis amigos Lucy y su marido –dos chinos afincados en la reina ya algo mistonga del Plata– tienen y atienden sobre Salguero entre Humahuaca y Guardia Vieja, se adquieren los mejores totines y coblans a precios más que razonables, muchísimo más razonables que la mojigatería de Clark Kent. Y antes de decirles salud y hasta la próxima, aquí va un recontarles de ciertas historietillas a propósito de.
Lo de Mafalda es una obviedad; pero lo traigo a cuento porque cuando la pibita de tinta y papel lanzó su injusta cruzada contra la sopa, y digo injusta porque no hay dato científico o paracientífico alguno que le dé la razón, ya estaba yo más que grandecito y hacia añazos que enarbolaba las banderas del mundo sopero: no tanto por las aburridas de mi vieja, con aquellos intratables cabellos de ángeles sin gracia ni capacidad de enamoramiento alguno, sino por las que se hacían en la casa de mi abuela, con fideíllos caseros de pan rallado, queso, huevos, cascarilla de limón, nuez moscada y sal y pimienta en amasijo tierno del cual resultan unos muy pequeños ñoquis; y en caldo de gallina como el dios que bajó de los cielos para instalarse en la cocina ordena.
Además. “Tuvo que ser sorprendente para aquellas personas del Paleolítico la primera vez que sumergieron un trozo de carne o verduras en agua hirviente; habían descubierto la sopa. Este hallazgo cambió el rumbo de la historia de la humanidad, pues la sopa es hija del fuego, y el fuego trajo la palabra, que nos hace lo que somos; ¿acaso entonces la sopa nace con el Hombre mismo?” Quizá sí.
Cuando pibe, me mortificaba la siguiente duda: ¿en qué momento hacían pis los cowboys, los detectives, los piratas y las bellas mujeres de las historietas y de las películas que lo atrapaban a uno sentado al borde de la butaca? Nunca lo sabré, pero sí que Superman, el otro yo de Clark Kent, el periodista paparulo que jamás ni siquiera apretó un cachito así de tibio con Luisa Lane, sabía y disfrutaba de sopas mejunjosas con caldo de kryptonita, que debe ser más insípido del que tantas veces me tuve que zampar por obligación a la vuelta de la escuela con los ya menoscabados cabellos de ángeles, que por su fulería deberían ser rebautizados como rulos de diablillo malo y mentiroso.
Ahora sí. ¡Salud y hasta la semana que viene!, y un beso para Luisa Lane.