Por Luis Bruschtein* / La ofensiva despiadada de la derecha en Brasil contra Dilma Rousseff y en Venezuela contra Nicolás Maduro forman parte del mismo escenario que impactó en la Argentina con la derrota electoral del Frente para la Victoria y que comenzó con la destitución hace ya tres años de Fernando Lugo en Paraguay. La novedad no es la ofensiva de la derecha, que desde principios del milenio se expresó con movimientos desestabilizadores de las democracias y con operaciones destituyentes de los gobiernos constitucionales, sino porque después de más de una década logró poner a la defensiva o enviar a la oposición a los movimientos populares. En la semana que viene asume Mauricio Macri en Argentina, Rousseff fue puesta a la defensiva con un pedido de juicio político impulsado por la derecha y mañana, en una Venezuela sacudida por la caída de los precios del petróleo, habrá elecciones legislativas con un horizonte muy disputado. Los bienpensantes y políticamente correctos prefieren separar los procesos de Brasil y de Venezuela. Obviamente son procesos diferentes, porque son sociedades muy diferentes, igual que la argentina, pero la ofensiva de la derecha usa las mismas herramientas y tiene los mismos objetivos en toda la región y esa distinción, que es tan importante para los bienpensantes, a la derecha le importa un pepino porque lo que está en juego son sus intereses y la necesidad de recuperar una hegemonía que mantuvo durante décadas antes de que le fuera arrebatada por estos movimientos entre fines del milenio pasado y principios del nuevo.
A la derecha no le interesa si el gobierno chavista es más o menos populista que el petista de Brasil o que el kirchnerismo en Argentina. Sin embargo, usa esas diferencias, que a ella no le interesan, para dividir el cuadro contrario. Cada vez que los bienpensantes, como el ex canciller frenteamplista uruguayo y actual titular de la OEA, Luis Almagro, hacen un renuncio injusto sobre Venezuela o Bolivia o Ecuador, están cediendo espacios democráticos en Brasil, en Argentina, en Uruguay y en todo el continente. Es evidente que el triunfo de Mauricio Macri en Argentina constituyó uno de los factores que aceleraron la crisis política antidemocrática contra Dilma en Brasil y que va a actuar como un factor condicionante en la interna de los demás países. El presidente de la Cámara de Diputados brasileña, uno de los legisladores más corruptos de ese país, Eduardo Cunha, tiene la protección de las corporaciones mediáticas, como aquí la tiene Macri, y está aliado en el pedido de impeachment con la misma oposición que ha usado el caballito de batalla de la anticorrupción y que se referencia con el macrismo argentino. Argentina y Brasil tuvieron estos años un rol central para frenar los intentos desestabilizadores de la derecha en la región. Por las declaraciones del mismo Macri sobre Venezuela y las de su inminente canciller, Susana Malcorra, ahora la política exterior argentina ya no cumplirá ese papel y por el contrario se sumará a las corrientes desestabilizadoras ya sea contra los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia o Brasil. Y este último atraviesa una crisis política y económica que debilita su papel regional.
Las dos referencias internacionales más concretas que ha mostrado el PRO están a la derecha incluso de los gobiernos de la Alianza del Pacífico, la contracara de los gobiernos populares del Mercosur. A nivel latinoamericano ha traído a dar conferencias al ex presidente colombiano Alvaro Uribe, actualmente en la oposición derechista, un personaje vidrioso vinculado a paramilitares y narcos. Otros personajes que han llegado invitados por el PRO han sido los dirigentes del conservador Partido Popular, de España, sobre todo un amigo personal de Macri, el ex presidente José María Aznar, que debió abandonar el poder cuando mintió sobre los autores de un sangriento atentado terrorista en un intento de aprovecharlo políticamente. Uribe y los conservadores españoles han sido los principales instigadores de golpes y desestabilizaciones en Venezuela a la que se le exigen en forma permanente credenciales democráticas y “elecciones transparentes”, cuando el chavismo ha participado en casi dos decenas de elecciones ultracontroladas por observadores internacionales y no tuvo prurito en reconocerlo democráticamente cuando el resultado le fue adverso, cosa que la derecha nunca hace y denuncia fraude cuando los resultados no le convienen.
Durante la presentación del gabinete de Macri en el Botánico, Susana Malcorra afirmó que el eje de la política exterior argentina serán los derechos humanos. Resulta extraño que una fuerza política que, en el mejor de los casos, nunca mostró demasiado interés en ese tema en su propio país donde se cometieron verdaderos horrores, ahora lo convierta en el eje de su diplomacia. El PRO no se ha destacado en la defensa por los derechos humanos en Argentina, ni tiene ningún dirigente que haya sobresalido en esa lucha, pero será el centro de su preocupación con respecto a los demás países. Hace pocos días se negó a conformar una comisión investigadora sobre la complicidad de los negocios y las finanzas con el terrorismo de Estado y la mayoría de sus intervenciones en esa área como fuerza política han sido más bien para preservar la impunidad que para defender los derechos humanos. Esa paradoja demuestra que el macrismo usará los derechos humanos como excusa para intervenir en los asuntos internos de países cuyos gobiernos no sean afines ideológicamente. Eso se llama ideologizar la política exterior, lo que en definitiva implica subordinarla a la de Washington.
Estados Unidos, donde varios de sus presidentes han promovido las torturas en Guantánamo y otras cárceles militares, los secuestros y el espionaje en todo el mundo, no solamente defienden su impunidad sino que además se arrogan el privilegio de hacer informes sobre el estado de los derechos humanos en los demás países. La política exterior de Estados Unidos está esencialmente ideologizada, pero en función de sus intereses. Los derechos humanos no tienen nada que ver con esas decisiones. Si el gobierno venezolano fuera amigo de la Casa Blanca, ni se fijarían en sus políticas internas. Fue loable cuando el presidente James Carter planteó esta normativa para la política exterior norteamericana en los años 70, pero inmediatamente fue desnaturalizada por todos los que le sucedieron, de Ronald Reagan en adelante, incluyendo a Barack Obama que no ha podido desmontar la cárcel de Guantánamo.
Dilma Rousseff fue puesta contra la pared acusada de corrupción por la conjunción de una prensa corrupta que hace falsas denuncias contra la corrupción y políticos corruptos que dicen luchar contra la corrupción. En Argentina se aplicó esta estrategia de pinzas durante toda la campaña electoral y durante los gobiernos kirchneristas. Por ejemplo, los jueces tienen menos pruebas para involucrar al saliente vicepresidente Amado Boudou que las que tenían sobre la relación de Mauricio Macri con el espionaje telefónico. No se trata de declarar la culpabilidad o la inocencia de nadie, sino de que la evidencia es más fuerte en el caso de Macri que en el de Boudou, pero Macri va en camino de ser desprocesado y los medios concentrados no dejarán que eso suceda con Boudou. El juez Claudio Bonadio se cansó de tomar denuncias insostenibles y promover medidas anticorrupción que tuvieron gran despliegue mediático durante la campaña electoral sin que ningún órgano de la justicia le llamara la atención. El allanamiento de la Afsca de ayer forma parte de esa campaña de los sectores mayoritariamente reaccionarios de la Justicia y de la política. En el caso de Brasil, con estas metodologías, la derecha intenta llevar al juicio político y la destitución de Dilma y en Argentina tuvieron un fuerte impacto electoral.
*Artículo publicado en Página/12