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Pronunciamiento del Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios frente a los casos de linchamiento
CRISTALES ROTOS
A diez años de la irrupción de Juan Carlos Blumberg en el espacio público, que diera pie al más radical endurecimiento de leyes penales de los últimos tiempos, un rebrote de manifestaciones públicas violentas y manoduristas se abre paso entre nosotros. Podría discutirse si se trata de una ‘ola de linchamientos’ o si estamos ante una mayor visibilidad de hechos que, por la recurrencia que ahora advertimos, parecerían haberse instalado previamente en la cotidianidad de nuestro país. En cualquier caso, el salvaje homicidio colectivo de David Moreira a manos de civiles, y los hechos similares aunque sin desenlaces fatales que se conocieron posteriormente, configuran la arena de conflicto sobre la cual es preciso posicionarse.
No somos un espacio aséptico, nos constituimos en el fragor de las luchas políticas y culturales en favor de principios generales de justicia social, que en el caso que nos convoca nos ubica junto a las víctimas de las venganzas proto-fascistas, síntoma atroz pero no exclusivo de los discursos punitivistas que gozan de tanta y tan buena prensa. Diariamente miles de pibes de nuestras barriadas empobrecidas padecen diferentes versiones de violencia institucional o social sin que las omnipresentes narrativas mediáticas lo señalen en absoluto.
Junto a otros actores e instituciones, los medios de comunicación constituyen en la actualidad uno de los principales orientadores del fluir social. Sus relatos son configuradores de prácticas y sentidos que establecen lo legítimo y lo ilegítimo en una sociedad. Al referirse a los sujetos sociales, muchas de estas narrativas profesan un doble estándar que diferencia a ciudadanos de primera y segunda categoría, justificando y promoviendo actos de violencia como los que estamos refiriendo.
Como se ha señalado tantas veces, los varones jóvenes pobres constituyen la síntesis de un entramado complejo y diverso de construcción de otredades, que los convierte en enemigos principales de la sociedad, portadores de una peligrosidad intrínseca, y por tanto merecedores del mayor de los castigos. Basta con la adecuación al estereotipo estigmatizante para que un joven sea declarado ‘delincuente’, violando sistemáticamente el principio de inocencia hasta tanto se demuestre lo contrario. Con sólo recorrer las cárceles del país podemos observar que estos discursos tienen anclajes prácticos muy precisos: el 60% de la población carcelaria se encuentra detenida sin condena, siendo el 67% del total de detenidos jóvenes de entre 18 y 34 años.
No resulta llamativo, en consecuencia, que sean jóvenes varones pobres las principales víctimas de los linchamientos de estos últimos días. Tampoco resulta curioso que numerosos medios hayan calificado a estos delitos como ‘justicia por mano propia’, deslizando bajo el eufemismo que se trataría de un acto de justicia y que en todo caso resultaría discutible la metodología empleada, puerta de entrada a otros justificativos que han cargado las tintas contra la ‘ausencia del Estado’ o la ‘impunidad del poder’. La familia de David Moreira intenta aclarar en los medios donde tiene cabida que el joven no era delincuente, pero aun si hubiera cometido algún delito nada justifica ni vuelve un acto de justicia su brutal asesinato.
Aun reconociendo la centralidad de los medios en la configuración de sentidos en torno a la ‘inseguridad’, emerge con potencia el interrogante respecto de los márgenes de aceptación social de estas prácticas ¿Todos de acuerdo? ¿Condena unánime? En medio de las posiciones más consolidadas, entre las que es preciso resaltar aquellas que se regodean y complacen con los actos de ‘venganza’ sucedidos, se percibe una amplia gama de posiciones intermedias, contradictorias, que acaso compartan los temores y la reproducción de ciertos estereotipos estigmatizantes sin llegar a avalar el salvajismo de la vindicta patoteril. Este escenario debe convocarnos a debatir una vez más la gestión del problema de la inseguridad, un marco mayor pero constitutivo del tema que estamos abordando.
Para ello es preciso abandonar cierto idealismo que durante tanto tiempo cargó todo a la cuenta de la eliminación de la desigualdad social, impidiendo al campo popular constituir una agenda propia. Resuelto ese problema, se decía, el delito desaparecería por carecer de motivación. Esta perspectiva negaba la existencia cada vez más consolidada de dispositivos punitivistas complejos que son a su vez reproductores de desigualdad. Hablar de inseguridad era hacerle el juego a la derecha, que por tanto contó con el tablero a disposición y sin adversarios de este lado.
La creación de un Ministerio de Seguridad nacional en el año 2010, amparado en una perspectiva de derechos humanos, así como iniciativas paraestatales como el Acuerdo para la Seguridad Democrática -donde convergen políticos, académicos, movimientos sociales y sindicales, entre otros actores- constituyen hitos centrales en el desplazamiento del debate y en la disputa para la definición y gestión del problema de la seguridad. Sin embargo, la ausencia de una voluntad política inequívoca y continuada y cierta rendición del debate político a los humores de un electorado supuestamente reacio a pensar la problemática desde esta perspectiva, han impedido hasta el momento disputar los sentidos legítimos a una derecha que cuenta con discursividades tan instaladas que ya se presentan con la vehemencia del sentido común, pese a que diversos estudios criminológicos y la propia historia reciente demuestran que el aumento de las descargas punitivas no previenen ni disminuyen los delitos.
Si bien es cierto que la inseguridad constituye una de las mayores preocupaciones de la sociedad argentina contemporánea, cierto es también, como lo muestran diversos trabajos que han estudiado el tema, que no existe un acuerdo tan extendido respecto de qué entender por inseguridad ni mucho menos cómo combatirla. Estamos a tiempo de disputar la organización de esa dispersión de sentidos, que aún pueden tomar distintos cauces. Sin perder de vista que la inclusión social –o mejor, la justicia social, esto es, la eliminación de las diferencias estructurales de clase, género, raza, etc.- debe ser la vía principal para la reducción de las violencias, es preciso asimismo remarcar que la ‘inseguridad’ requiere de políticas específicas para combatirla: reformas de las Fuerzas de Seguridad, de la Justicia, de los Códigos Procesal y Penal, inclusión de las organizaciones y la ciudadanía en su gestión y control.
No es la primera vez en nuestra historia reciente que las cargas represivas de la sociedad, el mercado y el Estado recaen especialmente sobre la juventud. Hay una línea de continuidad entre el ‘subversivo’ de ayer y el ‘pibe chorro’ de hoy. La diferencia sustancial es que en la actualidad tenemos en el país un Gobierno que ha convocado a miles de jóvenes a la militancia política en contra del orden social hegemónico, brindando así las condiciones para cambiar las prácticas de v
iolencia y exclusión que aquejan nuestra sociedad, ya que sólo desde una praxis política transformadora con fuerte protagonismo de la juventud será posible construir un país con justicia social, esto es, más seguro e inclusivo.