Por José Luis Ponsico, desde Mar del Plata / Heinrich Band, alemán nacido en 1821, creó un instrumento portátil inspirado en la concertina. Su intención, según trascendió, era proveer de música a pequeñas iglesias que no podían comprar ni mantener órganos o siquiera armonios.
Jamás imaginó que su invento, al que con cierta obviedad bautizó «Bandoneón», sería con el tiempo el símbolo máximo del tango, especialmente en la Argentina de los años 40.
El bandoneón llegó a América del Sur a principios del siglo XX, portado por humildes expatriados europeos. Rápidamente fue adoptado por “prostibularios” tangueros rioplatenses.
Un niño nacido en Mar del Plata, el 11 de marzo de 1921, se alucinó con ese raro instrumento en Nueva York, donde su padre, al que llamaban «Nonino», y su familia se habían radicado.
En el suburbio neoyorquino de Brooklyn, cerca de Little Italy y de Hoboken, lugar de gangsters, Astor Pantaleón Piazzolla convivía con todos los credos y colectividades de inmigrantes.
Cuando «Nonino», ante la manifiesta capacidad de su hijo de diez años, compró un bandoneón casi nuevo, estaba dando comienzo -sin saberlo- a la renovación “tanguística” fundamental.
Cerca de su casa, una pequeña sinagoga, requerían al pibe Piazzolla que acompañara al jazán, celebrante, cuando había un casamiento. Al finalizar la ceremonia, Astor tocaba solito con su bandoneón los «freilaj klezmer» tradicionales que había aprendido.
El ritmo vivaz y la síncopa de esas “tijeras” fueron quedando indelebles en su memoria. Gracias a esa misma memoria, hablaba correctamente inglés, italiano, francés y, por supuesto, un poco del ídish de sus vecinos. Pero nadie imaginaba el destino del bisoño y genial músico en ciernes.
En 1934 el padre de Astor se enteró de que estaba en New York su admirado Carlos Gardel. Talló en madera una pequeña estatuilla y se la envió con su hijo. El cantante, agradecido, ofreció al gurrumín Piazzolla actuar en la película que estaba filmando, «El día que me quieras». Le dieron un pequeño papel de canillita.
Gardel, impresionado por la desenvoltura del jovencito, unida a su habilidad musical y dominio de varios idiomas, ofreció un contrato para que lo acompañara en la continuación de su gira por América.
Don Nonino se opuso y, cosas del destino insondable, salvó así a su hijo del desastre aéreo de Medellín, donde perdió la vida todo el grupo de artistas. El niño tenía entonces 14 años.