Roque lleva más de 40 años sentado en el mismo pasillo de la Villa San Petersburgo de Isidro Casanova. Llegó cuando ninguna de las 528 casas del barrio tenía inodoro. La lógica militar las había construido con letrinas, porque eran viviendas transitorias destinadas a los villeros que la dictadura de Juan Carlos Onganía había expulsado de Capital Federal. De temporal, la mudanza no tuvo nada: cuatro décadas más tarde las familias siguen olvidadas en el segundo cordón del Conurbano bonaerense. Hay algo que Roque mantiene inalterable. Saluda siempre en musculosa, shorts y ojotas.
No importa si hace frío o calor. Lo único que cambió en estos años fue la silla donde pasa las tardes. El resto de las cosas sigue igual: los vecinos «del fondo» del barrio, que linda con el cementerio de Villegas, se tirotean con los «de adelante», que viven sobre la calle Rucci, para vengar muertes. Es una espiral violenta que no cesa.
Cae la noche y Roque cierra los ojos; recuerda cuando en la villa se dormía afuera por el calor, sin candados ni rejas. Cuando caminaba de madrugada y nadie le metía un «fierro» en las costillas para sacarle la plata del pasaje. Sentado en el pasillo de siempre fue que escuchó más de 5000 tiros y sufrió tantas muertes. Con nostalgia, confiesa que a algunos pibes los pudo rescatar. Pero aclara que fueron pocos los que esquivaron las rejas.
Desde hace dos semanas, el barrio duerme con olor a pólvora. El lunes 18 de marzo un grupo de hombres entró como tropa sin bandera para protagonizar el acto final de una secuencia que dejó tres asesinatos en sólo cinco días. Armados con chalecos antibalas y encapuchados, los matadores buscaban venganza por un robo. Durante cuatro horas cercaron el asentamiento, recorrieron los pasillos como un ejército parapolicial, entraron en las casas de los familiares de su presa, los echaron y saquearon todas sus pertenencias.
Cuando caía el sol encontraron al hombre que buscaban. Entonces lo rodearon para apuñalarlo y vaciarle varios cargadores de sus pistolas automáticas. Después fueron a buscar una manta para arrastrarlo en moto por las calles de tierra y prenderlo fuego. Pero no pudieron terminar la faena: al regresar cayeron en la cuenta de que un vecino había llevado a la víctima al hospital, donde murió. El vecino que auxilió al muchacho también sufrió la ira de los asesinos y fue echado junto su familia bajo amenazada de muerte. Otras siete casas fueron saqueadas y más de 30 personas tuvieron que exiliarse.
Ningún policía intervino en el caso y los vecinos denuncian que los asesinos están relacionados con un puntero político de La Matanza, cuya familia le habría pagado a la policía para liberar la zona. Esta saga de sangre y fuego aún no termina. Y promete más muertes.
Disciplina social
A Javier Villagra lo llamaban «El Tuerto». Tenía 25 años y el ojo derecho lastimado por la puñalada que había recibido en una pelea cuando estaba preso en Batán. El consumo de drogas lo había empujado a romper los códigos de convivencia y robaba a los vecinos del barrio.
Cristina, su madre, trataba de contenerlo. Pero nunca lo lograba. El 18 de marzo, Javier cumplía años. Al despertar, saludó a su mamá y le dijo: “Hoy mato o muero.”
Ella prefirió no hacerle caso y salió de su casa rumbo al hospital porque debía someterse a una sesión de diálisis. La mujer de manos tatuadas y pelo teñido estaba en pleno tratamiento cuando recibió el llamado de una de sus hijas, que le avisaba que no volviera al barrio porque iban a matarla.
Se comunicó con el 911 porque sabía que su hijo corría riesgo de muerte. Pero no tuvo suerte: ningún policía se acercó a la villa. Ella jamás pudo regresar a su casa, que ardió junto a todos sus recuerdos.
Cuando se enteró de que lo buscaban, Javier se escondió en la casa de una vecina. Se disfrazó de mujer y pensó en escapar por los fondos del barrio, rumbo al cementerio de Villegas. Pero al salir de la vivienda fue descubierto por uno de los asesinos. Entonces regresó a la casa de la mujer, que lo abrazó para que no lo mataran y recibió un disparo en la pierna. El muchacho fue obligado a salir al pasillo. Un tiro le rompió la rodilla y lo hizo caer al piso. Fue rodeado por una docena de hombres, que comenzaron a apuñalarlo. El ataque terminó como suelen acabar los enfrentamientos en la «San Pete»: a los tiros. Sus hermanas dicen que le dispararon 108 veces y que Luis «El Gordo» Lizarraga le abrió el abdomen con un cuchillo, vengando un robo en su casa. Por el asesinato no hay ningún detenido, pero Cristina dice que la familia Lizarraga pagó 10 mil pesos para que la policía no interviniera.
«Mi hijo andaba siempre drogado. Dicen que Luis »El Cabezón» Lizarraga y Ana Alegre pusieron plata para liberar la zona. Ellos trabajan con la DDI La Matanza», denuncia la madre de Javier, que completa rabiosa la lista de sospechosos.
«Los otros que estuvieron en el ataque a mi familia –detalla– fueron »El Paraguayo Rodi», Jonatan Quiñones, que vive en los monoblocks de Villegas, »Lalo», y otras personas del entorno del ex concejal Raúl »Culito» Lizarraga, referente de la agrupación Ramón Carrillo en La Matanza y cercano al intendente Fernando Espinoza.»
El caso tampoco tiene testigos: nadie quiere morir por decir lo que sabe. Y los asesinos se encargaron de prohibir el uso de teléfonos celulares mientras caminaban el barrio como si fueran los dueños de la vida de los vecinos.
El terror con el que los homicidas inundaron la villa provocó que ni siquiera los familiares de Javier se atrevieran a ir a su velorio. El cadáver tampoco pudo ser enterrado en el cementerio de la zona porque los asesinos habían jurado que irían al sepelio para matar al resto de su familia.
Nueve tiros
Javier Villagra no fue el primer muerto de esta historia. Cuatro días antes otra banda acabó con la vida de Rodrigo «El Gordo» Susano, de 18 años. El miércoles 13 de marzo a la noche, Rodrigo estaba sentado junto a un grupo de amigos en una esquina del Barrio 17 de Marzo, a cuatro cuadras de su casa en la Villa San Petersburgo. Los jóvenes fumaban pasta base cuando tres hombres en un auto blanco rompieron la paz. Bajaron del coche y preguntaron: «¿Quién es de San Pete?»
Los chicos no respondieron. Sabían que el silencio era la única chance de mantenerse vivos. Pero se equivocaron.
«Este es el gordo de San Pete», dijo uno de los ocupantes del auto mientras señalaba con el arma a Rodrigo, que recibió un culatazo en la cabeza y gritó que no tenía problemas en pelear a las trompadas.
«Yo no peleo, yo tiro tiros», fue la respuesta que oyó El Gordo, que había empezado a caminar rumbo a su casa cuando recibió nueve tiros por la espalda: ocho disparos entraron y salieron de su cuerpo. Rodrigo murió el jueves 14 en el hospital.
Irma tiene 47 años, el pelo negro, flequillo a la altura de las cejas y nariz aguileña, de ojos apagados. Tarda en poner en palabras el dolor que la invade y se aferra con ambas manos al papel donde la muerte de su hijo tiene número de causa. Los labios tiemblan; los muerde sin convicción y no consigue detener las lágrimas. Baja la mirada. Sabe que es poco probable que alguien
pague por el asesinato de Rodrigo.
«No tengo testigos porque la gente –explica Irma– tiene miedo de denunciarlos. Fue un tal Diego, que anda en un auto blanco patente CEZ 960.»
Gabriel nació y se crió en San Petersburgo. Hace tiempo que decidió mudarse por los continuos tiroteos. No lo echó nadie, se fue solo, convencido de que los tiempos violentos del barrio regarían de sangre los álbumes familiares, que ya cuentan con más muertos que vivos. De los 59 adolescentes que se juntaban hace tres años en los fondos de la villa sólo quedan dos: los otros están muertos o presos. La ausencia del Estado, representado por la Bonaerense y por un puntero político que administra miserias ajenas, se traduce en lápidas y prontuarios.
«El liderazgo del barrio cambió. El »marcador» del Gordo Rodrigo ahora se pasea amenazando a los vecinos que viven en el fondo. Tiene una actitud parapolicial. Diego –comenta el muchacho– hace inteligencia, señala pibes y los matan. A una vecina que tiene diez hijos –uno de los cuales tuvo problemas con ellos– le dijo que tenía 48 horas para irse del barrio porque si no los mataban a todos. Impera la ley del terror.»
Gabriel agrega que la muerte de Javier Villagra podría haberse evitado. «Un muchacho llamó a la departamental y el comisario Espósito le dijo que no habían podido efectivizar las órdenes de allanamiento para detener al Tuerto porque habían enviado muchos agentes a Junín. La complicidad policial en el asunto la determinamos por la tarde, cuando los canas de San Alberto no permitieron que entraran los bomberos para apagar el incendio en la casa del finado», concluye Gabriel, que apura el paso para abandonar el barrio y sentirse más seguro.
«No quiero volver»
Este es el testimonio de una víctima que no puede dar su nombre por temor a que la maten. «Me fui de mi casa porque sabía que pensaban matarme. Antes de que linchen a mi hermano, los asesinos fueron encapuchados hasta donde estábamos escondidos. A plena luz gritaban: “Salí Tuerto hijo de puta.” Pero Javier no estaba en ese lugar.
Gritaban que mi hermano había matado a “Lagarto” y que por eso iban a violarme. También querían que les entregara a mi hijo, con el que tenían problemas.
Al que pude ver fue a “Fran”, que estaba con cinco personas. Todos armados. Yo estaba escondida en la pieza. Lloraba en silencio, abrazada a mi nena de cuatro años. Rogaba que no me vieran. Se llevaron la moto de mi hermana y aproveché para escapar. Estuvimos más de cuatro horas aterrados, sin poder salir a la calle. Ahora no quiero volver nunca más a la villa.»